La espiritualidad de la canción

האזינו

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Con Haazinu nos elevamos a una de las cimas de la espiritualidad judía. Durante un mes Moshé instruyó al pueblo. Les habló de su historia, de su destino, y de las leyes que adoptaría esa sociedad única de personas, ligadas por el pacto entre ellos y con Dios. Renovó el pacto y luego entregó el liderazgo a su discípulo y sucesor, Ieoshúa. Su último acto sería la bendición al pueblo, tribu por tribu. Pero antes de ello debía hacer una cosa más: resumir su mensaje profético de tal manera que el pueblo lo pudiera recordar siempre y ser inspirado por él. Sabía que la mejor forma de hacerlo era con música. Por eso, lo último que hizo Moshé antes de dar la bendición final fue enseñarles una canción.

Hay algo profundamente espiritual en la música. Cuando el lenguaje aspira a lo trascendente y el alma pugna por quebrar la tracción de la gravedad de la tierra, se modula en canto. La historia judía es más cantada que leída. Los rabinos enumeraron diez canciones en momentos claves de la nación: la canción de los israelitas en Egipto (ver Is. 30:29), la del mar Rojo (Ex. 15), la canción del manantial (Núm. 21), y Haazinu, la canción de Moshé sobre el final de su vida. Ieoshúa cantó una canción (Jos. 10:12- 13), así como Débora (Jud. 5), Jana (1 Sam. 2), y David (2 Sam. 22). Sobre la canción de Salomón, Shir ha Shirim, comentó el Rabí Akiva: “Todas las canciones son santas, pero esta es la más santa de las santas.”[1] La décima canción no ha sido cantada aún. Es la canción del Mesías.[2]

Muchos textos bíblicos hablan del poder de la música para recomponer el alma. Cuando Saúl estaba deprimido, David le tocaba el arpa y su espíritu se restauraba. (1 Sam. 16). David mismo era conocido como “el dulce cantante de Israel” (2 Sam. 23:1). Elisha llamó al arpista para que el espíritu profético pudiera posarse en él (2 Reyes 3:15). Los Levíim cantaban en el Templo. En el judaísmo todos los días comenzamos los rezos matinales con Pesuké de Zimrá, los ‘Versos del Canto’ con su magnífico crescendo, el Salmo 150, en que los instrumentos y la voz humana se combinan para cantar alabanzas a Dios.

Los místicos van más allá y hablan del canto del universo, lo que Pitágoras llamó “la música de las esferas.” Esto es lo que plantea el Salmo 19 cuando dice, “El firmamento aclama la gloria de Dios; los cielos proclaman el trabajo de Sus manos…No hay discurso, no hay palabras donde sus voces no sean oídas. Su música[3] es transportada a través de la tierra, sus palabras hasta el fin del mundo.” Por debajo del silencio, perceptible solo en el oído interno, la creación canta a su Creador.

Por eso, cuando rezamos, no leemos: cantamos. Cuando abordamos los textos sagrados, no los recitamos: cantamos. En el judaísmo cada texto y cada tiempo tienen su melodía específica. Hay diferentes melodías para shajarit, minjá y maariv, los rezos de la mañana, la tarde y el atardecer. Hay melodías y modos distintos para los rezos de un día de semana, de un Shabat, de las tres festividades de peregrinación, Pésaj, Shavuot y Sucot (que musicalmente tienen muchas cosas en común pero canciones particulares para cada una), y para los Iamim Noraim, Rosh Hashaná y Iom Kipur.

Hay diferentes melodías para diferentes textos. Hay un tipo de cantilación para la Torá, otra para las haftarot de los libros proféticos, y otra para las Ketubim, las Escrituras, especialmente las cinco Meguilot. Hay un canto particular para el estudio de los textos de la Torá Escrita, y otro para estudiar la Mishná y la Guemará. Por eso escuchando la música se puede determinar a qué día corresponde y qué tipo de texto se está usando. Los textos judaicos y los tiempos no se clasifican por código de colores sino por código de música. El mapa de las palabras sagradas está escrito en melodías y canciones.

La música tiene el extraordinario poder de evocar emociones. El rezo de Kol Nidre con el que comienza Iom Kipur no es en realidad un rezo. Es una fría forma legal para la anulación de los votos. No cabe duda de que es la melodía antigua, obsesionante, la que se ha engarzado en la imaginación judía. Es difícil escuchar esas notas y no sentir que estás en presencia de Dios en el Día del Juicio, de pie en compañía de judíos de todos los tiempos y latitudes mientras rogaban al cielo por el perdón. Es el santo de los santos del alma judía.[4]

Ni es posible en Tisha Be Av, leyendo Eija, el libro de las Lamentaciones, con su particular cantilación, no pensar en las lágrimas de los judíos que a través de los tiempos sufrieron por su fe y lloraron mientras recordaban lo perdido, el dolor tan presente en esa instancia como el del día de la destrucción del Templo. Las palabras sin música son como cuerpo sin alma.

Beethoven escribió sobre el manuscrito del tercer movimiento del Cuarteto en La Menor las palabras Neue raft fühlend. “Sintiendo nueva fuerza.” Eso es lo que expresa y evoca la música. Es el lenguaje de la emoción no afectada por la pálida sombra del pensamiento. Es eso lo que quiso decir David cuando le cantó a Dios con estas palabras: “Tornaste mi pesar en danza; removiste mi sayo y me vestiste con alegría, para que mi corazón Te pueda cantar y no permanecer en silencio.” Percibes la fuerza del espíritu humano que ningún terror puede destruir.

En su libro Musicophilia, el fallecido Oliver Sacks (ningún parentesco, lamentablemente) relata la punzante historia de Clive Wearing, un eminente musicólogo postrado por una fulminante infección cerebral. El resultado fue que quedó con una amnesia aguda. No podía recordar nada por más de unos segundos. Como señaló su esposa Débora, “Es como si cada momento de despertar fuera el primero.”

Incapaz de hilvanar sus experiencias, estaba sumido en un presente sin fin ni conexión alguna con lo anterior. Un día su esposa lo encontró con una barra de chocolate en una mano y tapando y destapándola con la otra, diciendo cada vez: “Mira es nuevo.” “No, es el mismo chocolate” dijo ella. “No” le contestó. “Mira. Cambió.” No tenía ningún pasado.

Dos factores lograron quebrar su aislamiento. Uno fue el amor por su esposa. El otro fue la música. Aún podía cantar, tocar el órgano y conducir un coro con toda su antigua energía y habilidad. ¿Qué tuvo la música, se preguntó Sacks, que le permitió, mientras tocaba o conducía, superar la amnesia? Sugiere que cuando “recordamos” una melodía, recreamos una nota por vez, pero cada nota se relaciona con el todo. Cita al filósofo de la música, Victor Zuckerkandl, que escribió “Escuchar una melodía es oír, haber oído y estar por oír, todo al mismo tiempo. Cada melodía nos anuncia que el pasado puede estar allí sin haberlo recordado, y que el futuro está sin haberlo previsto.” La música es una forma de continuidad percibida que a veces puede romper las desconexiones más dominantes de nuestras experiencias en el tiempo.

La fe es más parecida a la música que a la ciencia[5] . La ciencia analiza, la música integra. Así como la música conecta nota con nota, la fe conecta episodio con episodio, vida con vida, edad con edad, en una melodía eterna que se inserta en el tiempo. Dios es el compositor y el libretista. Cada uno de nosotros está llamado a ser una de las voces del coro, los cantantes de la canción de Dios. La fe es la capacidad de captar la música debajo del ruido.

Por eso, la música es señal de trascendencia. El filósofo y músico Roger Scruton escribió que es “un encuentro con el puro sujeto, liberado del mundo de los objetos, y en un movimiento que sólo obedece a las leyes de la libertad”[6] . Cita a Rilke: “Las palabras aún van suavemente hacia lo indecible / Y la música, siempre nueva, de piedras palpitantes / construye en inútil espacio su morada divina.”[7] . La historia del espíritu judío está escrita en sus canciones.

En una oportunidad observé a un maestro explicando a preadolescentes la diferencia entre la posesión física y la espiritual. Les hizo construir una maqueta de Jerusalem en papel, y les puso una cinta (era la época de los grabadores de cinta) con una canción sobre Jerusalem que les había enseñado en clase. Al final de la misma hizo algo dramático: Destruyó la maqueta y destrozó la cinta. Les preguntó a los niños: “¿Tenemos la maqueta?” Le contestaron “No.” “¿Y tenemos la canción?” Contestaron “Si.”

Perdemos las posesiones físicas, pero no las espirituales. Perdimos físicamente a Moshé, pero aún nos queda la canción.


[1] Mishná, Iadaim 3:5

[2] Tanjuma, Beshalaj, 10 Midrash Zuta, Shir ha Shitim 1:1.

[3] Kavam, literalmente “su línea”, posiblemente referida a la vibración de un instrumento de cuerda.

[4] Beethoven estuvo cerca de esto en las notas iniciales del sexto movimiento del cuarteto de cuerdas en Do sostenido menor op.131, su obra más sublime y espiritual.

[5] Una vez le dije al conocido ateo Richard Dawkins en una conversación radial “Richard, la religión es música y tú no tienes oído musical.” Me contestó “Sí, es cierto, no tengo oído, pero es que no hay música.”

[6] Roger Scruton, An intelligent guide to Philosophy, Duckworth, 1996, 151

[7] Rilke, Sonnets to Orpheus, 11.


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  1. ¿Crees que la música tiene un rol tan importante en el judaísmo?
  2. ¿Estas melodías y canciones, que forman parte de nuestros ritos y plegarias, te hablan particularmente a tí?
  3. ¿Cómo podemos asegurarnos de no perder esta canción?

With thanks to the Schimmel Family for their generous sponsorship of Covenant & Conversation, dedicated in loving memory of Harry (Chaim) Schimmel.

“I have loved the Torah of R’ Chaim Schimmel ever since I first encountered it. It strives to be not just about truth on the surface but also its connection to a deeper truth beneath. Together with Anna, his remarkable wife of 60 years, they built a life dedicated to love of family, community, and Torah. An extraordinary couple who have moved me beyond measure by the example of their lives.” — Rabbi Sacks

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