Tan pronto como leemos las primeras líneas de Terumá comenzamos una gran transición del intenso drama del Éxodo con sus maravillas y portentos y eventos épicos, a la larga y detallada narrativa de cómo los israelitas construyeron el Tabernáculo, el Santuario portátil que transportaron con ellos a través del desierto.
Desde cualquier punto de vista es una parte de la Torá que clama por una explicación. Lo primero que nos impacta es la gran extensión del relato: ocupa un tercio del libro de Shemot, cinco parashot – Terumá, Tetzavé, la mitad de Ki Tisá, Vayakel y Pekudei, interrumpido solamente por la historia del Becerro de Oro.
Esto se vuelve aún más sorprendente cuando lo comparamos con otro acto de creación, es decir la creación del universo por parte de Dios. Esa historia es relatada con la más absoluta brevedad: meramente treinta y cuatro versículos. ¿Por qué ocupar quince veces esa extensión en relatar la historia de la construcción del Santuario?
La pregunta se vuelve aún más difícil cuando recordamos que el Mishkán no es una característica permanente de la vida espiritual de los Hijos de Israel. Fue diseñado específicamente para ser transportado durante la travesía a través del desierto. Más tarde, en los días de Salomón, sería reemplazado por el Templo de Jerusalem. ¿Qué mensaje eterno se supone que debemos aprender de la construcción de un Santuario viajero que ni siquiera estaba diseñado para ser eterno?
Aún más desconcertante es el hecho de que la historia es parte del libro de Shemot. Shemot se trata del nacimiento de una nación. Por lo tanto Egipto, la esclavitud, el Farón, las Diez Plagas, el Éxodo, la travesía a través del mar, y el pacto en el monte Sinaí. Todas estas cosas se volverían parte de la memoria colectiva del pueblo. Pero el Santuario, donde se ofrecían los sacrificios, ciertamente pertenece a Vaikrá, también conocida como Torat Kohanim, Levítico, el libro de las cuestiones sacerdotales. No parece tener conexión con el Éxodo en absoluto.
La respuesta, creo, es profunda.
La transición de Bereshit a Shemot, Génesis a Éxodo, trata acerca de la evolución de familia a nación. Cuando los israelitas entraron a Egipto, eran una familia extendida. Para el momento en que salieron se habían convertido en un pueblo considerable, dividido en doce tribus más una colección amorfa de viajeros acompañantes conocida como el erev rav, la “multitud mixta”.
Lo que los unía era el destino. Eran el pueblo del cual los egipcios desconfiaban, y al cual esclavizaron. Los israelitas tenían un enemigo común. Más allá de eso, tenían un recuerdo de los patriarcas y su Dios. Compartían un pasado. Lo que demostraría ser difícil, casi imposible, sería lograr que compartieran la responsabilidad por el futuro.
Todo lo que leemos en Shemot nos dice, como es normalmente el caso en un pueblo que ha sido privado de su libertad, que eran pasivos y que fácilmente eran movidos a quejarse. Los dos habitualmente van de la mano. Esperaban que alguien más, Moshé o Dios mismo, les proveyeran con comida y agua, que los llevaran a la seguridad, y que los hicieran llegar a la Tierra Prometida.
Cada vez que tenían un revés, se quejaban. Se quejaron cuando la primera intervención de Moshé falló:
“¡Que el Señor te vea y te juzgue! Nos has hecho despreciables ante Paró y sus oficiales y has puesto una espada en sus manos para matarnos.”
Éx. 5:21
En el Mar Rojo se quejaron nuevamente. Le dijeron a Moshé:
“¿Es porque no habían tumbas suficientes en Egipto que nos has traído al desierto a morir? ¿Qué nos has hecho al traernos desde Egipto? ¿Acaso no te dijimos en Egipto: ‘Déjanos solos, déjanos servir a los egipcios’? ¡Hubiera sido mejor para nosotros servir a los egipcios que morir en el desierto!”
Éx. 14:11-12
Después de la partición del Mar Rojo, la Torá dice:
“Cuando los israelitas vieron la poderosa mano de Dios expuesta contra los egipcios, el pueblo temió al Señor y creyó en Él y en Moshé su siervo.”
Éx. 14:31
Pero después de tan sólo tres días comenzaron a quejarse nuevamente. No había agua. Después había agua, pero era amarga. Después no había comida.
Los israelitas dijeron: “¡Si tan sólo hubiéramos muerto a manos del Señor en Egipto! Allí nos sentábamos alrededor ollas con carne y comíamos toda la comida que deseábamos, pero nos has traído a este desierto a matar de hambre a toda esta asamblea.”
Éx. 16:3
Pronto, el propio Moshé dice:
“¿Qué debo hacer con este pueblo? Están listos para apedrearme.”
Éx. 17:4
Hasta el momento, Dios había realizado signos y portentos para el pueblo, los había sacado de Egipto, dividió el mar para ellos, les dió agua de una roca y maná del cielo, y aun así no se constituían en una nación. Eran un grupo de individuos, no dispuestos o incapaces de tomar responsabilidad, de actuar colectivamente. Su primera respuesta era siempre la queja.
Y ahora Dios realiza el acto más grandioso de la historia. Se aparece en una revelación en el Monte Sinaí, la única vez en la historia en que Dios se ha aparecido ante un pueblo completo, y el pueblo se estremeció. Nunca antes hubo, y nunca habrá, algo similar.
¿Cuánto dura esto? Solamente cuarenta días. Entonces el pueblo hace un Becerro de Oro. Si los milagros, la división del mar, la Revelación en el Monte Sinaí no lograron transformar a los israelitas, ¿qué lo logrará? No hay milagros más grandes que estos.
Es en ese momento en que Dios hace la cosa más inesperada. Le dice a Moshé: habla a este pueblo y diles que contribuyan, que den algo de lo suyo propio, sea oro, plata o bronce, sea lana o pieles de animales, sea aceite o incienso, o de sus habilidades y su tiempo, y haz que construyan algo juntos – un hogar simbólico para Mi Presencia, un Tabernáculo. No necesita ser grande, grandioso o permanente. Haz que construyan algo, que se conviertan en constructores. Haz que den.
Moshé lo hace. Y el pueblo responde. Responden tan generosamente que a Moshé le es dicho: “El pueblo está trayendo más que suficiente para el trabajo que Dios ha ordenado que se haga” (Éx. 36:5), y Moshé les pide que ya no den más.
Durante todo el tiempo que duró la construcción del Tabernáculo, no hubo quejas, no hubo rebeliones ni disenso. Donde los signos y portentos fallaron, la construcción del Tabernáculo tuvo éxito. Transformó al pueblo. Los convirtió en un grupo cohesivo. Les dió un sentido de responsabilidad e identidad.
Visto en este contexto, la historia del Tabernáculo fue el elemento esencial en el nacimiento de una nación. No es llamativo que sea relatada con gran detalle, no es sorprendente que pertenezca al libro de Éxodo, y no hay nada efímero en ella.
El tabernáculo no duró para siempre, pero la lección que enseñó sí. No es lo que Dios hace por nosotros lo que nos transforma, sino lo que nosotros hacemos por Dios. Una sociedad libre está marcada por el Tabernáculo. Es el hogar que construimos juntos. Sólo al convertirnos en constructores podemos pasar de ser súbditos a ser ciudadanos. Debemos ganarnos nuestra libertad con lo que damos. No puede sernos dada como un regalo que no fue ganado.
Es lo que hacemos, no lo que nos es hecho, lo que nos hace libres. Esta es una lección válida hoy tanto como lo fue entonces.
Piensa en alguna vez que hayas tenido que trabajar colaborativamente para crear algo. ¿Cómo afectó esta experiencia tu relación con tus co-colaboradores?
¿Cómo se compara el proyecto del Mishkan a otros momentos en el Tanaj en que el pueblo construyó unido?
¿Por qué crees que los Bene Israel estaban tan motivados a donar al Mishkan? ¿Puedes imaginar qué fue lo que los inspiró?
Construyendo constructores
פרשת תרומה
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Tan pronto como leemos las primeras líneas de Terumá comenzamos una gran transición del intenso drama del Éxodo con sus maravillas y portentos y eventos épicos, a la larga y detallada narrativa de cómo los israelitas construyeron el Tabernáculo, el Santuario portátil que transportaron con ellos a través del desierto.
Desde cualquier punto de vista es una parte de la Torá que clama por una explicación. Lo primero que nos impacta es la gran extensión del relato: ocupa un tercio del libro de Shemot, cinco parashot – Terumá, Tetzavé, la mitad de Ki Tisá, Vayakel y Pekudei, interrumpido solamente por la historia del Becerro de Oro.
Esto se vuelve aún más sorprendente cuando lo comparamos con otro acto de creación, es decir la creación del universo por parte de Dios. Esa historia es relatada con la más absoluta brevedad: meramente treinta y cuatro versículos. ¿Por qué ocupar quince veces esa extensión en relatar la historia de la construcción del Santuario?
La pregunta se vuelve aún más difícil cuando recordamos que el Mishkán no es una característica permanente de la vida espiritual de los Hijos de Israel. Fue diseñado específicamente para ser transportado durante la travesía a través del desierto. Más tarde, en los días de Salomón, sería reemplazado por el Templo de Jerusalem. ¿Qué mensaje eterno se supone que debemos aprender de la construcción de un Santuario viajero que ni siquiera estaba diseñado para ser eterno?
Aún más desconcertante es el hecho de que la historia es parte del libro de Shemot. Shemot se trata del nacimiento de una nación. Por lo tanto Egipto, la esclavitud, el Farón, las Diez Plagas, el Éxodo, la travesía a través del mar, y el pacto en el monte Sinaí. Todas estas cosas se volverían parte de la memoria colectiva del pueblo. Pero el Santuario, donde se ofrecían los sacrificios, ciertamente pertenece a Vaikrá, también conocida como Torat Kohanim, Levítico, el libro de las cuestiones sacerdotales. No parece tener conexión con el Éxodo en absoluto.
La respuesta, creo, es profunda.
La transición de Bereshit a Shemot, Génesis a Éxodo, trata acerca de la evolución de familia a nación. Cuando los israelitas entraron a Egipto, eran una familia extendida. Para el momento en que salieron se habían convertido en un pueblo considerable, dividido en doce tribus más una colección amorfa de viajeros acompañantes conocida como el erev rav, la “multitud mixta”.
Lo que los unía era el destino. Eran el pueblo del cual los egipcios desconfiaban, y al cual esclavizaron. Los israelitas tenían un enemigo común. Más allá de eso, tenían un recuerdo de los patriarcas y su Dios. Compartían un pasado. Lo que demostraría ser difícil, casi imposible, sería lograr que compartieran la responsabilidad por el futuro.
Todo lo que leemos en Shemot nos dice, como es normalmente el caso en un pueblo que ha sido privado de su libertad, que eran pasivos y que fácilmente eran movidos a quejarse. Los dos habitualmente van de la mano. Esperaban que alguien más, Moshé o Dios mismo, les proveyeran con comida y agua, que los llevaran a la seguridad, y que los hicieran llegar a la Tierra Prometida.
Cada vez que tenían un revés, se quejaban. Se quejaron cuando la primera intervención de Moshé falló:
En el Mar Rojo se quejaron nuevamente. Le dijeron a Moshé:
Después de la partición del Mar Rojo, la Torá dice:
Pero después de tan sólo tres días comenzaron a quejarse nuevamente. No había agua. Después había agua, pero era amarga. Después no había comida.
Pronto, el propio Moshé dice:
Hasta el momento, Dios había realizado signos y portentos para el pueblo, los había sacado de Egipto, dividió el mar para ellos, les dió agua de una roca y maná del cielo, y aun así no se constituían en una nación. Eran un grupo de individuos, no dispuestos o incapaces de tomar responsabilidad, de actuar colectivamente. Su primera respuesta era siempre la queja.
Y ahora Dios realiza el acto más grandioso de la historia. Se aparece en una revelación en el Monte Sinaí, la única vez en la historia en que Dios se ha aparecido ante un pueblo completo, y el pueblo se estremeció. Nunca antes hubo, y nunca habrá, algo similar.
¿Cuánto dura esto? Solamente cuarenta días. Entonces el pueblo hace un Becerro de Oro. Si los milagros, la división del mar, la Revelación en el Monte Sinaí no lograron transformar a los israelitas, ¿qué lo logrará? No hay milagros más grandes que estos.
Es en ese momento en que Dios hace la cosa más inesperada. Le dice a Moshé: habla a este pueblo y diles que contribuyan, que den algo de lo suyo propio, sea oro, plata o bronce, sea lana o pieles de animales, sea aceite o incienso, o de sus habilidades y su tiempo, y haz que construyan algo juntos – un hogar simbólico para Mi Presencia, un Tabernáculo. No necesita ser grande, grandioso o permanente. Haz que construyan algo, que se conviertan en constructores. Haz que den.
Moshé lo hace. Y el pueblo responde. Responden tan generosamente que a Moshé le es dicho: “El pueblo está trayendo más que suficiente para el trabajo que Dios ha ordenado que se haga” (Éx. 36:5), y Moshé les pide que ya no den más.
Durante todo el tiempo que duró la construcción del Tabernáculo, no hubo quejas, no hubo rebeliones ni disenso. Donde los signos y portentos fallaron, la construcción del Tabernáculo tuvo éxito. Transformó al pueblo. Los convirtió en un grupo cohesivo. Les dió un sentido de responsabilidad e identidad.
Visto en este contexto, la historia del Tabernáculo fue el elemento esencial en el nacimiento de una nación. No es llamativo que sea relatada con gran detalle, no es sorprendente que pertenezca al libro de Éxodo, y no hay nada efímero en ella.
El tabernáculo no duró para siempre, pero la lección que enseñó sí. No es lo que Dios hace por nosotros lo que nos transforma, sino lo que nosotros hacemos por Dios. Una sociedad libre está marcada por el Tabernáculo. Es el hogar que construimos juntos. Sólo al convertirnos en constructores podemos pasar de ser súbditos a ser ciudadanos. Debemos ganarnos nuestra libertad con lo que damos. No puede sernos dada como un regalo que no fue ganado.
Es lo que hacemos, no lo que nos es hecho, lo que nos hace libres. Esta es una lección válida hoy tanto como lo fue entonces.
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