El drama de los hermanos menores y mayores que recorre el libro de Bereshit desde Caín y Abel en adelante alcanza un extraño clímax en la historia de los hijos de Yosef. Yaakov/Israel se acerca al final de su vida. Yosef lo visita, llevando consigo a sus dos hijos, Menashé y Efraím. Es la única escena de abuelo y nietos en todo el libro. Yaakov le pide a Yosef que los acerque para poder bendecirlos. Lo que sigue se describe con minucioso detalle:
Yosef tomó a los dos, a Efraím con su mano derecha hacia la izquierda de Israel, y a Menashé con su mano izquierda hacia la derecha de Israel, y los acercó. Israel extendió su mano derecha y la puso sobre la cabeza de Efraím, aunque era el menor. Y, cruzando las manos, puso su mano izquierda sobre la cabeza de Menashé, aunque era el primogénito…
Gén. 48:13-14
Cuando Yosef vio que su padre había puesto su mano derecha sobre la cabeza de Efraím, se disgustó. Tomó la mano de su padre para moverla de la cabeza de Efraím a la de Menashé. Yosef dijo a su padre: “No así, padre. Este es el primogénito. Pon tu mano derecha sobre su cabeza.” Pero su padre se negó: “Lo sé, hijo mío, lo sé. Él también llegará a ser un pueblo, y también él llegará a ser grande, pero su hermano menor será aún más grande, y su descendencia llegará a ser multitud de naciones.” Aquel día los bendijo diciendo: “Por vosotros bendecirá Israel, diciendo: ‘Que Dios te haga como Efraím y como Menashé.’” Y puso a Efraím antes que a Menashé.
Gén. 48:17-20
No es difícil comprender el cuidado que tuvo Yosef para asegurarse de que Yaakov bendijera primero al primogénito. Tres veces su padre había puesto al menor antes que al mayor, y cada vez ello había terminado en tragedia. Él – Yaakov, el menor – había intentado suplantar a su hermano mayor, Esav. Había favorecido a la hermana menor, Rajel, por sobre Lea. Y había favorecido a los más jóvenes de sus hijos, Yosef y Biniamín, por sobre los mayores, Reuvén, Shimón y Leví. Las consecuencias habían sido sistemáticamente catastróficas: distanciamiento de Esav, tensión entre las dos hermanas y hostilidad entre sus hijos. El propio Yosef cargaba con las cicatrices: arrojado a un pozo por sus hermanos, que al principio planearon matarlo y finalmente lo vendieron como esclavo en Egipto.
¿No había aprendido su padre? ¿O acaso pensó que Efraím – a quien Yosef sostenía con su mano derecha – era el mayor? ¿Sabía Yaakov lo que estaba haciendo? ¿Se daba cuenta de que estaba arriesgándose a prolongar las disputas familiares en la próxima generación? Además, ¿qué razón posible podía tener para favorecer al menor de sus nietos por sobre el mayor? No los había visto antes. No sabía nada de ellos. Ninguno de los factores que habían llevado a los episodios anteriores estaba presente aquí. ¿Por qué Yaakov favoreció a Efraím por sobre Menashé?
Yaakov sabía dos cosas, y es aquí donde se encuentra la explicación. Sabía que la estadía de su familia en Egipto no sería breve. Antes de dejar Canaán para ver a Yosef, Dios se le había aparecido en una visión:
No temas descender a Egipto, porque allí te convertiré en una gran nación. Yo descenderé contigo a Egipto, y ciertamente te haré volver. Y la mano de Yosef cerrará tus ojos.
Gén. 46:3-4
Esto era, en otras palabras, el comienzo del largo exilio que Dios le había dicho a Abraham que sería el destino de sus descendientes (una visión que la Torá describe como acompañada de “una oscuridad profunda y sobrecogedora” – Gén. 15:12). La otra cosa que Yaakov sabía eran los nombres de sus nietos: Menashé y Efraím. La combinación de estos dos hechos era suficiente.
Cuando Yosef finalmente salió de la prisión para convertirse en primer ministro de Egipto, se casó y tuvo dos hijos. Así describe la Torá su nacimiento:
Antes de que llegaran los años de hambre, le nacieron a Yosef dos hijos de Asenat, hija de Potifera, sacerdote de On. Yosef llamó a su primogénito Menashé, diciendo: “Porque Dios me hizo olvidar toda mi aflicción y toda la casa de mi padre.” Al segundo lo llamó Efraím, diciendo: “Porque Dios me hizo fructificar en la tierra de mi aflicción.”
Gén. 41:50-52
Con la máxima brevedad, la Torá insinúa una experiencia de exilio que habría de repetirse muchas veces a lo largo de los siglos. Al principio, Yosef sintió alivio. Los años como esclavo y luego como prisionero habían quedado atrás. Había alcanzado la grandeza. En Canaán había sido el menor de once hermanos en una familia nómada de pastores. Ahora, en Egipto, estaba en el centro de la mayor civilización del mundo antiguo, segundo sólo después del faraón en rango y poder. Nadie le recordaba su origen. Con sus vestiduras reales, su anillo y su carroza, era un príncipe egipcio (como lo sería más tarde Moshé). El pasado era un recuerdo amargo que buscaba borrar de su mente. Menashé significa “olvido”.
Pero con el paso del tiempo, Yosef comenzó a experimentar emociones muy distintas. Sí, había llegado. Pero ese pueblo no era el suyo, ni tampoco su cultura. Es cierto que su familia, en términos mundanos, era modesta y poco sofisticada. Sin embargo, seguía siendo su familia. Era la matriz de lo que él era. Aunque no eran más que pastores (una clase que los egipcios despreciaban), Dios les había hablado – no los dioses del sol, del río y de la muerte, el panteón egipcio – sino Dios, el Creador del cielo y de la tierra, que no hacía Su morada en templos y pirámides ni en despliegues de poder, sino que hablaba en el corazón humano como una voz, elevando a una familia sencilla a la grandeza moral. Para cuando nació su segundo hijo, Yosef había experimentado un profundo cambio interior. Sin duda, tenía todos los signos del éxito terrenal – “Dios me hizo fructificar” – pero Egipto se había convertido en “la tierra de mi aflicción”. ¿Por qué? Porque era exilio.
Existe una observación sociológica sobre los grupos de inmigrantes, conocida como la Ley de Hansen: “La segunda generación busca recordar lo que la primera generación buscó olvidar.” Yosef atravesó esta transformación con notable rapidez. Ya estaba completa cuando nació su segundo hijo. Al llamarlo Efraím, estaba recordando aquello que, cuando nació Menashé, había intentado olvidar: quién era, de dónde venía, a dónde pertenecía.
La bendición de Yaakov a Efraím por sobre Menashé no tuvo nada que ver con sus edades y todo que ver con sus nombres. Sabiendo que estos eran los primeros dos niños de su familia nacidos en el exilio, y sabiendo también que el exilio sería prolongado y en ocasiones difícil y oscuro, Yaakov buscó señalar a todas las generaciones futuras que existiría una tensión constante entre el deseo de olvidar (asimilarse, aculturarse, anestesiar la esperanza del retorno) y los impulsos de la memoria (el conocimiento de que esto es “exilio”, de que somos parte de otra historia, de que el hogar último está en otro lugar). El hijo del olvido (Menashé) puede recibir bendiciones. Pero mayores aún son las bendiciones del hijo (Efraím) que recuerda el pasado y el futuro del que forma parte.
¿De qué maneras hoy las personas pueden “olvidar” de dónde vienen sin proponérselo?
¿Qué tradiciones o historias te ayudan a recordar lo que más importa en tu familia?
¿Cómo crees que las historias de Bereshit preparan al pueblo judío para las generaciones futuras?
Las generaciones olvidan y recuerdan
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El drama de los hermanos menores y mayores que recorre el libro de Bereshit desde Caín y Abel en adelante alcanza un extraño clímax en la historia de los hijos de Yosef. Yaakov/Israel se acerca al final de su vida. Yosef lo visita, llevando consigo a sus dos hijos, Menashé y Efraím. Es la única escena de abuelo y nietos en todo el libro. Yaakov le pide a Yosef que los acerque para poder bendecirlos. Lo que sigue se describe con minucioso detalle:
No es difícil comprender el cuidado que tuvo Yosef para asegurarse de que Yaakov bendijera primero al primogénito. Tres veces su padre había puesto al menor antes que al mayor, y cada vez ello había terminado en tragedia. Él – Yaakov, el menor – había intentado suplantar a su hermano mayor, Esav. Había favorecido a la hermana menor, Rajel, por sobre Lea. Y había favorecido a los más jóvenes de sus hijos, Yosef y Biniamín, por sobre los mayores, Reuvén, Shimón y Leví. Las consecuencias habían sido sistemáticamente catastróficas: distanciamiento de Esav, tensión entre las dos hermanas y hostilidad entre sus hijos. El propio Yosef cargaba con las cicatrices: arrojado a un pozo por sus hermanos, que al principio planearon matarlo y finalmente lo vendieron como esclavo en Egipto.
¿No había aprendido su padre? ¿O acaso pensó que Efraím – a quien Yosef sostenía con su mano derecha – era el mayor? ¿Sabía Yaakov lo que estaba haciendo? ¿Se daba cuenta de que estaba arriesgándose a prolongar las disputas familiares en la próxima generación? Además, ¿qué razón posible podía tener para favorecer al menor de sus nietos por sobre el mayor? No los había visto antes. No sabía nada de ellos. Ninguno de los factores que habían llevado a los episodios anteriores estaba presente aquí. ¿Por qué Yaakov favoreció a Efraím por sobre Menashé?
Yaakov sabía dos cosas, y es aquí donde se encuentra la explicación. Sabía que la estadía de su familia en Egipto no sería breve. Antes de dejar Canaán para ver a Yosef, Dios se le había aparecido en una visión:
Esto era, en otras palabras, el comienzo del largo exilio que Dios le había dicho a Abraham que sería el destino de sus descendientes (una visión que la Torá describe como acompañada de “una oscuridad profunda y sobrecogedora” – Gén. 15:12). La otra cosa que Yaakov sabía eran los nombres de sus nietos: Menashé y Efraím. La combinación de estos dos hechos era suficiente.
Cuando Yosef finalmente salió de la prisión para convertirse en primer ministro de Egipto, se casó y tuvo dos hijos. Así describe la Torá su nacimiento:
Con la máxima brevedad, la Torá insinúa una experiencia de exilio que habría de repetirse muchas veces a lo largo de los siglos. Al principio, Yosef sintió alivio. Los años como esclavo y luego como prisionero habían quedado atrás. Había alcanzado la grandeza. En Canaán había sido el menor de once hermanos en una familia nómada de pastores. Ahora, en Egipto, estaba en el centro de la mayor civilización del mundo antiguo, segundo sólo después del faraón en rango y poder. Nadie le recordaba su origen. Con sus vestiduras reales, su anillo y su carroza, era un príncipe egipcio (como lo sería más tarde Moshé). El pasado era un recuerdo amargo que buscaba borrar de su mente. Menashé significa “olvido”.
Pero con el paso del tiempo, Yosef comenzó a experimentar emociones muy distintas. Sí, había llegado. Pero ese pueblo no era el suyo, ni tampoco su cultura. Es cierto que su familia, en términos mundanos, era modesta y poco sofisticada. Sin embargo, seguía siendo su familia. Era la matriz de lo que él era. Aunque no eran más que pastores (una clase que los egipcios despreciaban), Dios les había hablado – no los dioses del sol, del río y de la muerte, el panteón egipcio – sino Dios, el Creador del cielo y de la tierra, que no hacía Su morada en templos y pirámides ni en despliegues de poder, sino que hablaba en el corazón humano como una voz, elevando a una familia sencilla a la grandeza moral. Para cuando nació su segundo hijo, Yosef había experimentado un profundo cambio interior. Sin duda, tenía todos los signos del éxito terrenal – “Dios me hizo fructificar” – pero Egipto se había convertido en “la tierra de mi aflicción”. ¿Por qué? Porque era exilio.
Existe una observación sociológica sobre los grupos de inmigrantes, conocida como la Ley de Hansen: “La segunda generación busca recordar lo que la primera generación buscó olvidar.” Yosef atravesó esta transformación con notable rapidez. Ya estaba completa cuando nació su segundo hijo. Al llamarlo Efraím, estaba recordando aquello que, cuando nació Menashé, había intentado olvidar: quién era, de dónde venía, a dónde pertenecía.
La bendición de Yaakov a Efraím por sobre Menashé no tuvo nada que ver con sus edades y todo que ver con sus nombres. Sabiendo que estos eran los primeros dos niños de su familia nacidos en el exilio, y sabiendo también que el exilio sería prolongado y en ocasiones difícil y oscuro, Yaakov buscó señalar a todas las generaciones futuras que existiría una tensión constante entre el deseo de olvidar (asimilarse, aculturarse, anestesiar la esperanza del retorno) y los impulsos de la memoria (el conocimiento de que esto es “exilio”, de que somos parte de otra historia, de que el hogar último está en otro lugar). El hijo del olvido (Menashé) puede recibir bendiciones. Pero mayores aún son las bendiciones del hijo (Efraím) que recuerda el pasado y el futuro del que forma parte.
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