Hay pocos pasajes más abrasadores en toda la literatura religiosa que el primer capítulo del libro de Isaías, la gran “visión” (o jazón) que da su nombre al Shabat anterior a Tishá BeAv, el día más triste del calendario judío. Esto es más que una gran obra literaria. Expresa una de las grandes verdades proféticas: una sociedad no puede prosperar sin honestidad y justicia. No podría ser más relevante para nuestro tiempo.
El Talmud (Shabat 31a) afirma que cuando dejemos esta vida y lleguemos a las puertas del Mundo Venidero, la primera pregunta que se nos hará no será una pregunta convencionalmente religiosa (“¿Apartaste tiempos para el estudio de la Torá?”). Esta vendrá después, pero se dice que la primera pregunta será: “¿Actuaste con honestidad (be emuná) en los negocios?” Siempre me pregunté cómo podían estar tan seguros los rabinos de esto. Después de todo, la muerte es “ese país inexplorado de cuyos confines ningún viajero retorna”[1]. La respuesta, me parece, se encuentra en este pasaje de Isaías:
“¡Mira cómo la ciudad fiel se ha convertido en ramera! Supo estar llena de justicia, la rectitud habitaba en ella, ¡y ahora, asesinos! Tu plata se ha convertido en escoria, tu vino más selecto está aguado. Tus gobernantes son rebeldes, compañeros de ladrones. Todos aman el soborno y corren tras dádivas. No hacen justicia al huérfano, ni llega ante ellos la causa de la viuda.”
Is. 1:21-23
El destino de Jerusalén quedó sellado no por una falla religiosa convencional, sino por el fracaso de las personas en actuar con honestidad. Empleaban prácticas comerciales astutas, difíciles de detectar pero altamente lucrativas, como mezclar la plata con metales de baja calidad o diluir el vino. Se preocupaban por maximizar las ganancias, sin importarles que otros pudieran sufrir. También el sistema político se había corrompido. Los líderes usaban su cargo e influencia para beneficio personal. La gente sabía – o al menos sospechaba – que esto ocurría. Isaías no pretende decirles algo que no sabían. No espera sorprender a sus oyentes. El hecho de que la sociedad ya no esperara otra cosa de sus dirigentes era, en sí mismo, una señal de decadencia moral.
Ese, dice Isaías, es el verdadero peligro: que la deshonestidad y la corrupción generalizadas socavan la moral de una sociedad, generan cinismo, abren brechas entre ricos y pobres, poderosos e indefensos, erosionan el tejido social, y hacen que las personas se pregunten por qué deberían sacrificarse por el bien común si todos los demás parecen estar interesados sólo en su propio provecho.
Una nación en tal condición está enferma y en estado de decadencia incipiente. Lo que Isaías vio y expresó con fuerza primordial y claridad devastadora fue que, a veces, la religión organizada no es la solución, sino parte del problema. Siempre ha sido tentador, incluso para un pueblo monoteísta, caer en el pensamiento mágico: creer que podemos expiar nuestros pecados, o los de la sociedad, con una asistencia frecuente al Templo, ofrendas y demostraciones ostentosas de piedad. Pocas cosas, insinúa Isaías, enojan más a Dios que esto:
“Vuestros muchos sacrificios, ¿qué son para Mí?”, dice el Eterno… Cuando vienen y se presentan ante Mí, ¿quién pidió esto de vosotros, que entréis a pisotear mis atrios? ¡No me traigáis más ofrendas vanas! Vuestro incienso Me resulta abominable… No soporto más vuestras convocaciones malvadas. Mi alma detesta vuestras celebraciones de la Luna Nueva y vuestras festividades. Se me han vuelto una carga para Mí, estoy cansado de soportarlas. Cuando extendáis vuestras manos en plegaria, apartaré de vosotros Mis ojos. Aunque multipliquéis las plegarias, Yo no escucharé.”
Is. 1:11-15
Los corruptos no solo creen que pueden engañar a los demás; creen que también pueden engañar a Dios. Cuando comienzan a deteriorarse los estándares morales en los negocios, las finanzas, el comercio y la política, se apodera de la sociedad una especie de locura colectiva – los Sabios dijeron: adam bahul al mamono, que significa algo así como “el dinero enloquece al hombre” – y la gente llega a creer que vive bajo un encanto, que la suerte está de su lado, que no fallarán ni serán descubiertos. Incluso creen que pueden sobornar a Dios para que mire hacia otro lado. Pero al final todo se derrumba, y quienes más sufren suelen ser los que menos lo merecen.
Isaías está haciendo un planteo profético, pero con implicaciones para la economía y la política actuales, que incluso puede formularse en términos seculares: la economía de mercado es, y debe ser, un proyecto moral. Si no lo es, tarde o temprano, fracasará.
Solía creerse, entre lectores superficiales de Adam Smith, el profeta del libre mercado, que la economía no dependía de la moralidad en absoluto:
“No es por la benevolencia del carnicero, el cervecero o el panadero que esperamos nuestra cena, sino por su atención a su propio interés.”
Era la brillantez del sistema la que convertía el interés propio en bien común, mediante lo que Smith llamó, casi místicamente, “una mano invisible”. La moral no era parte del sistema. Era innecesaria.
Pero eso era una mala lectura de Smith, quien se tomaba la moral muy en serio.[2] Y también una mala lectura de la economía. Esto fue aclarado dos siglos más tarde por una paradoja en la Teoría de Juegos conocida como el Dilema del Prisionero. Sin entrar en demasiados detalles: plantea que dos personas arrestadas son interrogadas por separado. Pueden quedarse calladas, confesar o acusar al otro. El resultado depende de lo que haga el otro, pero eso no se sabe de antemano. Puede demostrarse que si ambos actúan racionalmente buscando su propio interés, el resultado será malo para ambos. Esto parece refutar el supuesto básico de la economía de mercado: que la búsqueda del interés propio promueve el bien común.
La única forma de evitar ese resultado negativo es que los individuos se enfrenten repetidamente a la misma situación. Con el tiempo se dan cuenta de que se están perjudicando mutuamente y a sí mismos. Aprenden a cooperar, pero solo si confían el uno en el otro. Y solo confiarán si el otro ha demostrado honestidad e integridad.
En otras palabras, la economía de mercado depende de virtudes morales que ella misma no genera, y que incluso pueden ser socavadas por el propio mercado. Porque si el mercado se trata de la búsqueda de ganancia, y si es posible beneficiarse a costa de otros, entonces esa búsqueda conducirá primero a prácticas dudosas (“tu plata se ha vuelto escoria, tu vino está aguado”), luego a la pérdida de confianza, y finalmente al colapso del mercado.
Un ejemplo clásico de esto fue la crisis financiera de 2008. Durante una década, los bancos incurrieron en prácticas cuestionables, especialmente las hipotecas alto riesgo y la securitización del riesgo mediante instrumentos financieros tan complejos que incluso los propios banqueros admitieron luego no entenderlos del todo. Continuaron aprobándolos pese a la advertencia de Warren Buffett en 2002 de que eran “instrumentos de destrucción financiera masiva”. El resultado fue el colapso. Pero lo que generó la recesión posterior no fue la caída en sí, sino la pérdida de confianza entre los propios bancos. El crédito dejó de fluir, y en país tras país, la economía se paralizó.
La palabra clave, utilizada tanto por Isaías como por los Sabios, es emuná, que significa fidelidad y confianza. Isaías, en nuestra Haftará, utiliza dos veces la expresión kiryá ne’emaná, “ciudad fiel”. Por eso los Sabios dicen que en el cielo se nos preguntará: “¿Condujiste tus negocios be emuná?” – es decir, de un modo que inspire confianza. La economía de mercado depende de la confianza. Si esta se reemplaza por contratos, abogados, regulaciones y autoridades supervisoras, habrá más escándalos, colapsos y fraudes, porque la astucia de quienes buscan eludir las reglas siempre supera la capacidad de quienes deben hacerlas cumplir. La única autoridad reguladora segura es la conciencia: la voz de Dios en el corazón humano, que nos prohíbe hacer aquello que sabemos que está mal, aunque pensemos que podremos salirnos con la nuestra.
La advertencia de Isaías es tan vigente hoy como lo fue hace veintisiete siglos. Cuando falta la moralidad, y la economía y la política se rigen únicamente por el interés propio, la confianza se desvanece y el tejido social se descompone. Así comenzó el declive de todas las grandes potencias, sin excepción. A largo plazo, la evidencia muestra que es más seguro seguir a los profetas que a las ganancias.
Profetas y ganancias
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Hay pocos pasajes más abrasadores en toda la literatura religiosa que el primer capítulo del libro de Isaías, la gran “visión” (o jazón) que da su nombre al Shabat anterior a Tishá BeAv, el día más triste del calendario judío. Esto es más que una gran obra literaria. Expresa una de las grandes verdades proféticas: una sociedad no puede prosperar sin honestidad y justicia. No podría ser más relevante para nuestro tiempo.
El Talmud (Shabat 31a) afirma que cuando dejemos esta vida y lleguemos a las puertas del Mundo Venidero, la primera pregunta que se nos hará no será una pregunta convencionalmente religiosa (“¿Apartaste tiempos para el estudio de la Torá?”). Esta vendrá después, pero se dice que la primera pregunta será: “¿Actuaste con honestidad (be emuná) en los negocios?” Siempre me pregunté cómo podían estar tan seguros los rabinos de esto. Después de todo, la muerte es “ese país inexplorado de cuyos confines ningún viajero retorna”[1]. La respuesta, me parece, se encuentra en este pasaje de Isaías:
El destino de Jerusalén quedó sellado no por una falla religiosa convencional, sino por el fracaso de las personas en actuar con honestidad. Empleaban prácticas comerciales astutas, difíciles de detectar pero altamente lucrativas, como mezclar la plata con metales de baja calidad o diluir el vino. Se preocupaban por maximizar las ganancias, sin importarles que otros pudieran sufrir. También el sistema político se había corrompido. Los líderes usaban su cargo e influencia para beneficio personal. La gente sabía – o al menos sospechaba – que esto ocurría. Isaías no pretende decirles algo que no sabían. No espera sorprender a sus oyentes. El hecho de que la sociedad ya no esperara otra cosa de sus dirigentes era, en sí mismo, una señal de decadencia moral.
Ese, dice Isaías, es el verdadero peligro: que la deshonestidad y la corrupción generalizadas socavan la moral de una sociedad, generan cinismo, abren brechas entre ricos y pobres, poderosos e indefensos, erosionan el tejido social, y hacen que las personas se pregunten por qué deberían sacrificarse por el bien común si todos los demás parecen estar interesados sólo en su propio provecho.
Una nación en tal condición está enferma y en estado de decadencia incipiente. Lo que Isaías vio y expresó con fuerza primordial y claridad devastadora fue que, a veces, la religión organizada no es la solución, sino parte del problema. Siempre ha sido tentador, incluso para un pueblo monoteísta, caer en el pensamiento mágico: creer que podemos expiar nuestros pecados, o los de la sociedad, con una asistencia frecuente al Templo, ofrendas y demostraciones ostentosas de piedad. Pocas cosas, insinúa Isaías, enojan más a Dios que esto:
Los corruptos no solo creen que pueden engañar a los demás; creen que también pueden engañar a Dios. Cuando comienzan a deteriorarse los estándares morales en los negocios, las finanzas, el comercio y la política, se apodera de la sociedad una especie de locura colectiva – los Sabios dijeron: adam bahul al mamono, que significa algo así como “el dinero enloquece al hombre” – y la gente llega a creer que vive bajo un encanto, que la suerte está de su lado, que no fallarán ni serán descubiertos. Incluso creen que pueden sobornar a Dios para que mire hacia otro lado. Pero al final todo se derrumba, y quienes más sufren suelen ser los que menos lo merecen.
Isaías está haciendo un planteo profético, pero con implicaciones para la economía y la política actuales, que incluso puede formularse en términos seculares: la economía de mercado es, y debe ser, un proyecto moral. Si no lo es, tarde o temprano, fracasará.
Solía creerse, entre lectores superficiales de Adam Smith, el profeta del libre mercado, que la economía no dependía de la moralidad en absoluto:
Era la brillantez del sistema la que convertía el interés propio en bien común, mediante lo que Smith llamó, casi místicamente, “una mano invisible”. La moral no era parte del sistema. Era innecesaria.
Pero eso era una mala lectura de Smith, quien se tomaba la moral muy en serio.[2] Y también una mala lectura de la economía. Esto fue aclarado dos siglos más tarde por una paradoja en la Teoría de Juegos conocida como el Dilema del Prisionero. Sin entrar en demasiados detalles: plantea que dos personas arrestadas son interrogadas por separado. Pueden quedarse calladas, confesar o acusar al otro. El resultado depende de lo que haga el otro, pero eso no se sabe de antemano. Puede demostrarse que si ambos actúan racionalmente buscando su propio interés, el resultado será malo para ambos. Esto parece refutar el supuesto básico de la economía de mercado: que la búsqueda del interés propio promueve el bien común.
La única forma de evitar ese resultado negativo es que los individuos se enfrenten repetidamente a la misma situación. Con el tiempo se dan cuenta de que se están perjudicando mutuamente y a sí mismos. Aprenden a cooperar, pero solo si confían el uno en el otro. Y solo confiarán si el otro ha demostrado honestidad e integridad.
En otras palabras, la economía de mercado depende de virtudes morales que ella misma no genera, y que incluso pueden ser socavadas por el propio mercado. Porque si el mercado se trata de la búsqueda de ganancia, y si es posible beneficiarse a costa de otros, entonces esa búsqueda conducirá primero a prácticas dudosas (“tu plata se ha vuelto escoria, tu vino está aguado”), luego a la pérdida de confianza, y finalmente al colapso del mercado.
Un ejemplo clásico de esto fue la crisis financiera de 2008. Durante una década, los bancos incurrieron en prácticas cuestionables, especialmente las hipotecas alto riesgo y la securitización del riesgo mediante instrumentos financieros tan complejos que incluso los propios banqueros admitieron luego no entenderlos del todo. Continuaron aprobándolos pese a la advertencia de Warren Buffett en 2002 de que eran “instrumentos de destrucción financiera masiva”. El resultado fue el colapso. Pero lo que generó la recesión posterior no fue la caída en sí, sino la pérdida de confianza entre los propios bancos. El crédito dejó de fluir, y en país tras país, la economía se paralizó.
La palabra clave, utilizada tanto por Isaías como por los Sabios, es emuná, que significa fidelidad y confianza. Isaías, en nuestra Haftará, utiliza dos veces la expresión kiryá ne’emaná, “ciudad fiel”. Por eso los Sabios dicen que en el cielo se nos preguntará: “¿Condujiste tus negocios be emuná?” – es decir, de un modo que inspire confianza. La economía de mercado depende de la confianza. Si esta se reemplaza por contratos, abogados, regulaciones y autoridades supervisoras, habrá más escándalos, colapsos y fraudes, porque la astucia de quienes buscan eludir las reglas siempre supera la capacidad de quienes deben hacerlas cumplir. La única autoridad reguladora segura es la conciencia: la voz de Dios en el corazón humano, que nos prohíbe hacer aquello que sabemos que está mal, aunque pensemos que podremos salirnos con la nuestra.
La advertencia de Isaías es tan vigente hoy como lo fue hace veintisiete siglos. Cuando falta la moralidad, y la economía y la política se rigen únicamente por el interés propio, la confianza se desvanece y el tejido social se descompone. Así comenzó el declive de todas las grandes potencias, sin excepción. A largo plazo, la evidencia muestra que es más seguro seguir a los profetas que a las ganancias.
[1] Hamlet, acto 3, escena 1.
[2] Esto queda claro en el tono y las inquietudes planteadas en el libro de Adam Smith, La teoría de los sentimientos morales.nts.
La voz profética
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