¿Por qué es Yaakov el padre de nuestro pueblo, el héroe de nuestra fe? Somos “la congregación de Yaakov”, “los hijos de Israel". Sin embargo fue Abraham el que comenzó la travesía judía, Itzjak, el que estaba dispuesto a ser sacrificado, Yosef, el que salvó a la familia durante los años de hambruna, Moshé, el que lideró al pueblo en la salida de Egipto y le dio sus leyes. Fue Yehoshúa el que condujo al pueblo a la Tierra Prometida. David, el que resultó el más grande de sus reyes, Salomón, el que construyó el Templo, y los profetas, los que a través de los tiempos se convirtieron en la voz de Dios.
El relato de Yaakov en la Torá parece quedar corto en relación a estas otras vidas, por lo menos, con una lectura literal. Tiene relaciones tensas con su hermano Esav, sus esposas Rajel y Lea, su suegro Labán y con sus tres hijos mayores, Rubén, Shimón y Leví. Hay momentos en que parece temeroso, otros en los que actúa – o por lo menos parece actuar – con poco menos que una honestidad total. En su respuesta al Faraón, dice de sí mismo: “Los días de mi vida han sido pocos y duros” (Gén. 47:9). Esto es poco de lo que uno podría esperar de un héroe de la fe.
Es por eso que gran parte de la imagen que tenemos de Yaakov ha sido filtrada por de la lente del Midrash – la tradición oral preservada por los sabios. En esta visión, Yaakov es la suma del bien, Esav, del mal. Debía ser así – argumentó el R. Zvi Hirsch Chajes en su ensayo sobre la naturaleza de la interpretación midráshica – porque de otra forma resultaría difícil extraer del texto bíblico un sentido claro de lo correcto y de lo incorrecto, del bien y del mal.[1] La Torá es un texto extraordinariamente sutil y los libros sutiles tienden a no ser bien comprendidos. Por eso la tradición oral lo simplificó: blanco o negro, en lugar de diversos tonos de gris.
Pero es posible que aun sin el Midrash, podamos encontrar otra respuesta – y la mejor forma que se nos ocurre es pensar en la idea de la travesía.
El judaísmo trata acerca de la fe como travesía. Comienza con la partida de Abraham y Sara, dejando atrás su “tierra, su lugar de nacimiento, la casa de su padre”, y parten con destino desconocido “a una tierra que Yo te indicaré.”
El pueblo judío se define por otra travesía en otra era: la travesía de Moshé y los israelitas desde Egipto a través del desierto hacia la Tierra Prometida. Ese viaje se convierte en letanía en la parashá Masei: “Salieron de X y acamparon en Y. Salieron de Y y acamparon en Z.” Ser judío es moverse, viajar, y solo raras veces, si es que las hay, permanecer. Moshé advierte al pueblo acerca de los peligros de quedar en un lugar y considerar ese status quo como un hecho, aún en Israel mismo:
“Cuando tienes hijos y nietos y has estado en un lugar por mucho tiempo, te vuelves decadente.”
Deut. 4:25
De ahí la regla de que Israel debe recordar siempre su pasado, no olvidar nunca sus años de esclavitud en Egipto, no olvidar durante Sucot que nuestros antepasados vivieron en cabañas rudimentarias, y nunca olvidar que la tierra no le pertenece – pertenece a Dios – y estamos allí meramente como los guerim ve-toshavim “extranjeros y residentes transitorios” (Lev. 25:23) de Dios.
¿Por qué es así? Porque ser judío significa no estar nunca totalmente a gusto con el mundo. Ser judío es vivir con la tensión entre el cielo y la tierra, entre la creación y la revelación, entre el mundo que es y el mundo que hemos sido llamados a hacer; entre el exilio y el hogar, y entre la universalidad de la condición humana y la particularidad de la identidad judía. Los judíos no se quedan quietos salvo cuando están parados frente a Dios. El universo, desde las galaxias a las partículas subatómicas, está en continuo movimiento, y así es el alma judía.
Creemos que somos una combinación inestable del polvo de la tierra con el aliento de Dios, y esto nos llama constantemente a tomar decisiones, elecciones, que nos impulsarán a crecer tanto como nuestros ideales; o si elegimos erróneamente, transformarnos en pequeñas y petulantes criaturas obsesionadas por lo trivial. La vida como travesía significa luchar cada día por ser más grande que el día anterior, tanto en lo individual como colectivamente.
Si el concepto de viaje es una metáfora central de la vida judía, ¿cuál es la diferencia en relación a esto entre Abraham, Itzjak y Yaakov?
La vida de Abraham está enmarcada por dos viajes que en ambos casos utilizan la frase lej lejá, ”emprende un viaje”, primero en Génesis 12 donde le fue ordenado dejar su tierra y la casa de su padre, y la otra en Gen. 22:2 en el evento de la Ligadura de Itzjak donde le dijeron “toma tu hijo, el único que amas – Itzjak – y ve (lej lejá) a la región de Moriá.”
Lo conmovedor del caso es que Abraham emprende el viaje, inmediatamente y sin cuestionamiento, pese a que ambas travesías son, en términos humanos, conmocionantes. En la primera, debe abandonar a su padre. En la segunda debe dejar a su hijo. Debe decir adiós al pasado y arriesgar el futuro. Abraham es pura fe. Dios le tiene confianza absoluta. No todos pueden lograr esa cualidad. Es casi sobrehumana.
Itzjak es lo opuesto. Es como si Abraham, conociendo los sacrificios emocionales que ha tenido que hacer, percibiendo además el trauma que le pudo haber producido lo de las ligaduras, buscara proteger a su hijo al máximo, dentro de sus posibilidades. Abraham se asegura de que Itzjak permanezca en Tierra Santa (ver Génesis 24:6 – este el motivo por el cual no lo deja salir en busca de una esposa). El único viaje de Itzjak (a la tierra de los filisteos, en Gen. 26) es limitado y cercano. La vida de Itzjak es un breve respiro de la existencia nómada que experimentan tanto Abraham como Yaakov.
Nuevamente, Yaakov es distinto. Lo que lo hace único es que tiene sus encuentros intensos con Dios – son los más dramáticos del libro de Génesis – en el medio de la travesía, solo, de noche, lejos de la casa, huyendo de un peligro a otro, de Esav a Labán en el viaje de ida, y de Labán a Esav en el de la vuelta.
En el medio del primero, tiene la epifanía trascendente de la escalera que une a la tierra con el cielo, con ángeles subiendo y bajando, que lo impulsa a decir al despertar, “Dios está realmente en este lugar y yo no lo sabía… Esta debe ser la casa de Dios y este el portal del cielo” (Gén. 28:16-17). Ninguno de los otros patriarcas, ni siquiera Moshé, tuvo una visión parecida.
En la segunda, en nuestra parashá, tiene la emotiva y enigmática lucha con el hombre/ángel/Dios, que lo deja rengueando y con una transformación permanente – es la única persona en toda la Torá en recibir de Dios un nombre completamente nuevo, Israel, que puede significar “el que luchó con Dios y con el hombre” o “el que se ha transformado en príncipe (sar) ante Dios”.
Lo fascinante de los encuentros de Yaakov con ángeles es que se describen con el mismo verbo p-g-u, (Gen 28:11 y 32:2) que significa “encuentro casual”, como si hubieran tomado a Yaakov por sorpresa, lo cual indica claramente que fue así. Los momentos más espirituales de Yaakov son los que él no planificó. Estaba pensando en otra cosa, en lo que dejaba atrás y lo que tenía por delante. Fue, de alguna forma, “sorprendido por Dios.”
Yaakov es alguien con quien podemos identificarnos. No cualquiera puede aspirar a la fe apasionada y a la confianza total de un Abraham o de la reclusión de Itzjak. Pero a Yaakov lo podemos comprender. Percibimos su temor, entendemos su dolor por las tensiones familiares, y simpatizamos con él por su ferviente deseo de una vida de paz y tranquilidad (los sabios así lo mencionan con respecto a las palabras iniciales de la parashá: “Yaakov deseaba vivir en paz, pero fue inmediatamente afectado por los problemas de Yosef”).
El tema no reside solamente en que Yaakov era el más humano de los patriarcas, sino que en la profundidad de su angustia él se eleva a las mayores alturas de la espiritualidad. Es el hombre que se encuentra con ángeles. Es la persona sorprendida por Dios. Es el que, en el mismo momento en que más solo se siente, descubre que no lo está, que Dios está con él, que está acompañado por ángeles.
El mensaje de Yaakov define la existencia judía. Nuestro destino es la travesía. Somos gente inquieta. Nuestros interludios de paz han sido raros y breves. Pero en la oscuridad de la noche nos encontramos elevados por la fuerza de una fe que no sabíamos que teníamos, rodeados de ángeles que ignorábamos que estuvieran. Si caminamos por la senda de Yaakov, también nosotros podemos ser sorprendidos por Dios.
[1] El Maharatz Chajes explica esta vision tradicional de Yaakov y Esav en “blanco y negro” en Mavo ha-Agadot, impreso al comienzo de Ein Yaakov.
¿Cuál es tu fuerza o fortaleza personal que te permite avanzar en tiempos difíciles?
¿Qué significa luchar con la fe en la forma en que lo hizo Yaakov, y cómo puede esto derivar en crecimiento espiritual?
¿Por qué crees que Dios escogió revelarSe a Yaakov en momentos de temor o soledad?
La travesía judía
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¿Por qué es Yaakov el padre de nuestro pueblo, el héroe de nuestra fe? Somos “la congregación de Yaakov”, “los hijos de Israel". Sin embargo fue Abraham el que comenzó la travesía judía, Itzjak, el que estaba dispuesto a ser sacrificado, Yosef, el que salvó a la familia durante los años de hambruna, Moshé, el que lideró al pueblo en la salida de Egipto y le dio sus leyes. Fue Yehoshúa el que condujo al pueblo a la Tierra Prometida. David, el que resultó el más grande de sus reyes, Salomón, el que construyó el Templo, y los profetas, los que a través de los tiempos se convirtieron en la voz de Dios.
El relato de Yaakov en la Torá parece quedar corto en relación a estas otras vidas, por lo menos, con una lectura literal. Tiene relaciones tensas con su hermano Esav, sus esposas Rajel y Lea, su suegro Labán y con sus tres hijos mayores, Rubén, Shimón y Leví. Hay momentos en que parece temeroso, otros en los que actúa – o por lo menos parece actuar – con poco menos que una honestidad total. En su respuesta al Faraón, dice de sí mismo: “Los días de mi vida han sido pocos y duros” (Gén. 47:9). Esto es poco de lo que uno podría esperar de un héroe de la fe.
Es por eso que gran parte de la imagen que tenemos de Yaakov ha sido filtrada por de la lente del Midrash – la tradición oral preservada por los sabios. En esta visión, Yaakov es la suma del bien, Esav, del mal. Debía ser así – argumentó el R. Zvi Hirsch Chajes en su ensayo sobre la naturaleza de la interpretación midráshica – porque de otra forma resultaría difícil extraer del texto bíblico un sentido claro de lo correcto y de lo incorrecto, del bien y del mal.[1] La Torá es un texto extraordinariamente sutil y los libros sutiles tienden a no ser bien comprendidos. Por eso la tradición oral lo simplificó: blanco o negro, en lugar de diversos tonos de gris.
Pero es posible que aun sin el Midrash, podamos encontrar otra respuesta – y la mejor forma que se nos ocurre es pensar en la idea de la travesía.
El judaísmo trata acerca de la fe como travesía. Comienza con la partida de Abraham y Sara, dejando atrás su “tierra, su lugar de nacimiento, la casa de su padre”, y parten con destino desconocido “a una tierra que Yo te indicaré.”
El pueblo judío se define por otra travesía en otra era: la travesía de Moshé y los israelitas desde Egipto a través del desierto hacia la Tierra Prometida. Ese viaje se convierte en letanía en la parashá Masei: “Salieron de X y acamparon en Y. Salieron de Y y acamparon en Z.” Ser judío es moverse, viajar, y solo raras veces, si es que las hay, permanecer. Moshé advierte al pueblo acerca de los peligros de quedar en un lugar y considerar ese status quo como un hecho, aún en Israel mismo:
De ahí la regla de que Israel debe recordar siempre su pasado, no olvidar nunca sus años de esclavitud en Egipto, no olvidar durante Sucot que nuestros antepasados vivieron en cabañas rudimentarias, y nunca olvidar que la tierra no le pertenece – pertenece a Dios – y estamos allí meramente como los guerim ve-toshavim “extranjeros y residentes transitorios” (Lev. 25:23) de Dios.
¿Por qué es así? Porque ser judío significa no estar nunca totalmente a gusto con el mundo. Ser judío es vivir con la tensión entre el cielo y la tierra, entre la creación y la revelación, entre el mundo que es y el mundo que hemos sido llamados a hacer; entre el exilio y el hogar, y entre la universalidad de la condición humana y la particularidad de la identidad judía. Los judíos no se quedan quietos salvo cuando están parados frente a Dios. El universo, desde las galaxias a las partículas subatómicas, está en continuo movimiento, y así es el alma judía.
Creemos que somos una combinación inestable del polvo de la tierra con el aliento de Dios, y esto nos llama constantemente a tomar decisiones, elecciones, que nos impulsarán a crecer tanto como nuestros ideales; o si elegimos erróneamente, transformarnos en pequeñas y petulantes criaturas obsesionadas por lo trivial. La vida como travesía significa luchar cada día por ser más grande que el día anterior, tanto en lo individual como colectivamente.
Si el concepto de viaje es una metáfora central de la vida judía, ¿cuál es la diferencia en relación a esto entre Abraham, Itzjak y Yaakov?
La vida de Abraham está enmarcada por dos viajes que en ambos casos utilizan la frase lej lejá, ”emprende un viaje”, primero en Génesis 12 donde le fue ordenado dejar su tierra y la casa de su padre, y la otra en Gen. 22:2 en el evento de la Ligadura de Itzjak donde le dijeron “toma tu hijo, el único que amas – Itzjak – y ve (lej lejá) a la región de Moriá.”
Lo conmovedor del caso es que Abraham emprende el viaje, inmediatamente y sin cuestionamiento, pese a que ambas travesías son, en términos humanos, conmocionantes. En la primera, debe abandonar a su padre. En la segunda debe dejar a su hijo. Debe decir adiós al pasado y arriesgar el futuro. Abraham es pura fe. Dios le tiene confianza absoluta. No todos pueden lograr esa cualidad. Es casi sobrehumana.
Itzjak es lo opuesto. Es como si Abraham, conociendo los sacrificios emocionales que ha tenido que hacer, percibiendo además el trauma que le pudo haber producido lo de las ligaduras, buscara proteger a su hijo al máximo, dentro de sus posibilidades. Abraham se asegura de que Itzjak permanezca en Tierra Santa (ver Génesis 24:6 – este el motivo por el cual no lo deja salir en busca de una esposa). El único viaje de Itzjak (a la tierra de los filisteos, en Gen. 26) es limitado y cercano. La vida de Itzjak es un breve respiro de la existencia nómada que experimentan tanto Abraham como Yaakov.
Nuevamente, Yaakov es distinto. Lo que lo hace único es que tiene sus encuentros intensos con Dios – son los más dramáticos del libro de Génesis – en el medio de la travesía, solo, de noche, lejos de la casa, huyendo de un peligro a otro, de Esav a Labán en el viaje de ida, y de Labán a Esav en el de la vuelta.
En el medio del primero, tiene la epifanía trascendente de la escalera que une a la tierra con el cielo, con ángeles subiendo y bajando, que lo impulsa a decir al despertar, “Dios está realmente en este lugar y yo no lo sabía… Esta debe ser la casa de Dios y este el portal del cielo” (Gén. 28:16-17). Ninguno de los otros patriarcas, ni siquiera Moshé, tuvo una visión parecida.
En la segunda, en nuestra parashá, tiene la emotiva y enigmática lucha con el hombre/ángel/Dios, que lo deja rengueando y con una transformación permanente – es la única persona en toda la Torá en recibir de Dios un nombre completamente nuevo, Israel, que puede significar “el que luchó con Dios y con el hombre” o “el que se ha transformado en príncipe (sar) ante Dios”.
Lo fascinante de los encuentros de Yaakov con ángeles es que se describen con el mismo verbo p-g-u, (Gen 28:11 y 32:2) que significa “encuentro casual”, como si hubieran tomado a Yaakov por sorpresa, lo cual indica claramente que fue así. Los momentos más espirituales de Yaakov son los que él no planificó. Estaba pensando en otra cosa, en lo que dejaba atrás y lo que tenía por delante. Fue, de alguna forma, “sorprendido por Dios.”
Yaakov es alguien con quien podemos identificarnos. No cualquiera puede aspirar a la fe apasionada y a la confianza total de un Abraham o de la reclusión de Itzjak. Pero a Yaakov lo podemos comprender. Percibimos su temor, entendemos su dolor por las tensiones familiares, y simpatizamos con él por su ferviente deseo de una vida de paz y tranquilidad (los sabios así lo mencionan con respecto a las palabras iniciales de la parashá: “Yaakov deseaba vivir en paz, pero fue inmediatamente afectado por los problemas de Yosef”).
El tema no reside solamente en que Yaakov era el más humano de los patriarcas, sino que en la profundidad de su angustia él se eleva a las mayores alturas de la espiritualidad. Es el hombre que se encuentra con ángeles. Es la persona sorprendida por Dios. Es el que, en el mismo momento en que más solo se siente, descubre que no lo está, que Dios está con él, que está acompañado por ángeles.
El mensaje de Yaakov define la existencia judía. Nuestro destino es la travesía. Somos gente inquieta. Nuestros interludios de paz han sido raros y breves. Pero en la oscuridad de la noche nos encontramos elevados por la fuerza de una fe que no sabíamos que teníamos, rodeados de ángeles que ignorábamos que estuvieran. Si caminamos por la senda de Yaakov, también nosotros podemos ser sorprendidos por Dios.
[1] El Maharatz Chajes explica esta vision tradicional de Yaakov y Esav en “blanco y negro” en Mavo ha-Agadot, impreso al comienzo de Ein Yaakov.
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