Es el pasaje más difícil de todos, uno que parece desafiar el entendimiento. Abraham y Sara esperaron años por un hijo. Dios les prometió en repetidas ocasiones que ellos tendrían muchos descendientes, tantos como las estrellas del cielo, los granos de arena en la orilla del mar. Ellos esperan. El hijo no llega.
Sara, con gran desesperanza, sugiere que Abraham tenga un hijo con su sirvienta Hagar. Lo hace. Nace Ishmael. Pero Dios le dice a Abraham: éste no es el elegido. Para este entonces, Sara ya es anciana, ya ha pasado la menopausia, le resulta imposible tener un hijo por medios naturales.
Llegan ángeles y una vez más prometen un hijo. Sara se ríe. Pero un año más tarde nace Itzjak. La alegría de Sara es casi dolorosa:
Sara dijo: “Dios me ha hecho reír, todos aquellos que me escuchen reirán conmigo”. Luego dijo “¿Quién hubiera dicho a Abraham ‘Sara amamanta un niño’? Aún así le di un hijo en su ancianidad.”
Gén. 21:6-7
A continuación leemos las palabras fatídicas:
“Toma a tu hijo, el único, aquel al que ama – Itzjak – y ve a la tierra de Moriá. Allí, ofrécelo como sacrificio en uno de los montes, el que Yo te señalaré.
Gén. 22:2
El resto de la historia nos resulta familiar. Abraham toma a Itzjak. Juntos viajan por tres días hasta los montes. Abraham construye un altar, junto leños, amarra a su hijo y levanta su cuchillo. En ese momento:
El ángel del Señor lo llamó desde los cielos:
“¡Abraham! ¡Abraham!”
Él respondió “Aquí estoy”.
“No levantes tu mano contra el niño, no le hagas nada porque ahora Yo se que eres temeroso de Dios: porque no Me has negado a tu hijo, el único.”
Gén. 22:11-12
La prueba ha terminado. Es el clímax de la vida de Abraham, la prueba suprema de fe, un momento clave en la memoria y la auto-definición judías.
Pero es profundamente perturbadora. ¿Por qué Dios casi le quita lo que Él le había dado? ¿Por qué Él hizo pasar a estos padres ancianos – Abraham y Sara – por tan difícil prueba? ¿Por qué Abraham, que anteriormente había desafiado a Dios acerca del destino de Sodoma diciendo “¿Acaso el Juez de toda la tierra no hará justicia?” no protestó contra este acto cruel contra un niño inocente?
La interpretación estándar, dada por todos los comentaristas – clásicos y modernos – es que Abraham demostró su amor total por Dios al estar dispuesto a sacrificar aquello que le era más preciado en su vida, el hijo por el que había esperado durante muchos años.
El teólogo cristiano Soren Kierkegaard escribió un poderoso libro acerca de esto, El temor y la angustia, en el que denomina a estas ideas “suspensión teológica de la ética”[1] – el amor por Dios nos puede llevar a hacer cosas que de otra manera serían consideradas moralmente erróneas – y “fe en el absurdo” – Abraham confiaba en que Dios haría lo imposible posible. Abraham creía que perdería a Itzjak pero aún lo tendría con él. Para Kierkeegard, la fe trasciende la razón.
El Rabino Joseph Soloveitchik vio la Ligadura como una demostración de que no debemos esperar ser siempre victoriosos. A veces debemos experimentar la derrota. “Dios le dice al hombre que se abstenga de aquello que el hombre más desea.”[2]
Ciertamente todas estas interpretaciones son correctas. Son parte de nuestra tradición. Yo quiero, sin embargo, ofrecer una lectura un tanto diferente, por una razón. A lo largo del Tanaj el sacrificio infantil es el más grave de los pecados. La Torá y los profetas consistentemente se refieren a él con horror. Es lo que hacen los paganos. Este es Jeremías acerca del tema:
“Ellos han construido los altos sitios de Baal para incinerar a sus hijos en el fuego como ofrendas a Baal – algo que Yo no comandé ni mencioné, o siquiera entró en mi mente.”
Jer. 19:5
Y este es Mica:
“¿Debo ofrecer a mi primogénito por mi transgresión, el fruto de mi cuerpo por el pecado de mi alma?”
Mica 6:7
Es lo que hizo Mesha, rey de Moab, para que los dioses le garanticen la victoria sobre los israelitas:
“Y cuando el rey de Moab vio que la batalla era demasiado recia para él, tomó consigo setecientos guerreros, para abrirse paso al rey de Edom; mas no lo lograron. Entonces tomó a su primogénito, que debía sucederlo en el trono y le ofreció como sacrificio sobre la muralla de la ciudad. Y hubo gran indignación contra Israel, y éstos levantaron el campamento en contra de él, y se volvieron a su país.”
Reyes 2 3:26-27
¿Cómo puede la Torá considerar la disposición a hacer lo que hacen los peores idólatras como el logro supremo de Abraham? El hecho de que Abraham estuviera dispuesto a sacrificar a su propio hijo parece indicar – en términos del Tanaj como un todo – que no era mejor que los seguidores de Baal o Molej o el rey de Moab. Esta no puede ser la única interpretación.
Hay una forma alternativa de ver la prueba. Para hacerlo debemos considerar un tema dominante en la Torá completa. Reunamos la evidencia.
Primer principio: Dios es el dueño de la tierra de Israel. Por eso Él puede comandar el retorno de la propiedad a sus dueños originales en el año del Jubileo:
“La tierra no habrá de ser vendida a perpetuidad ya que Mía es la tierra; pues extranjeros y residentes son ustedes ante Mí.”
Lev. 25:23
Segundo principio: Dios es el dueño de los hijos de Israel, ya que fue Él quien los redimió de la esclavitud. Eso es lo que quieren decir los israelitas cuando cantaron en el Mar Rojo:
“Hasta que haya pasado Tu pueblo, Señor, hasta que el pueblo que Tú adquiriste (am zu kanita) haya pasado.”
Éx. 15:16
Por lo tanto no pueden convertirse en esclavos permanentemente:
Ya que son Mis siervos, los que Yo saqué de la tierra de Egipto: no habrán de ser vendidos como esclavos.
Lev. 25:42
Tercer principio: Dios es el dueño último de todo lo que existe. Es por eso que debemos hacer una bendición sobre todo aquello que disfrutamos:
Rab Yehudá dijo en nombre de Shmuel: Disfrutar de cualquier cosa en este mundo sin antes recitar una bendición es como hacer uso personal de cosas consagradas al cielo, ya que dice: “La tierra es del Señor y todo lo que hay en ella.” R. Levi responde con dos textos. Está escrito: “La tierra es del Señor y todo lo que hay en ella,” y también está escrito: “Los cielos son los cielos del Señor, ¡pero la tierra Él se la entregó al hijo del hombre!” – No existe contradicción: el primer caso se refiere al momento previo a que la bendición sea dicha, y en el otro, después que la bendición fue dicha.
Berajot 35a
Todas las cosas pertenecen a Dios, y debemos reconocerlo antes de hacer uso de cualquier cosa. Eso es una bendición: el reconocimiento de que todo lo que disfrutamos es de Dios.
Esta es la base jurídica de toda la ley judía. Dios gobierna por derecho, no por la fuerza. Dios creó el universo, por lo tanto Dios es el único dueño del universo. El término legal para esto es “expropiación”. Por lo tanto, Dios tiene el derecho de prescribir las condiciones bajo las cuales nos podemos beneficiar del universo. Es para establecer este hecho legal – no para relatarnos acerca de la física y la cosmología del Big Bang – que la Torá comienza con la historia de la Creación. Esto acarrea una profundidad y resonancia especial para el pueblo judío, ya que en su caso Dios no es solamente el Creador y Sostén del universo – como Lo es para toda la humanidad. Él es también, para los judíos, el Dios de la historia, quién los redimió de la esclavitud y les entregó una tierra que originalmente pertenecía a otros, las “siete naciones”. Dios es el Soberano del universo, pero en un sentido especial es el único Rey supremo de Israel, y la única fuente de todas sus leyes. Ese es el significado del libro de Éxodo. Las narrativas claves de la Torá están allí para enseñarnos que Dios es el Dueño supremo de todo.
En el mundo antiguo, hasta el Imperio Romano inclusive, los hijos eran considerados propiedad legal de los padres. No tenían derechos. No eran personas legales en sí mismos. Bajo el principio romano de patria potestas un padre podía hacer lo que quisiera con su hijo, incluso provocarle la muerte. El infanticidio era bien conocido en la antigüedad (y de hecho ha sido defendido en la actualidad por el filósofo de Harvard Peter Singer, para los casos de niños severamente discapacitados). Por ejemplo, es así como comienza la historia de Edipo, con su padre Laius dejándolo para que muera.
Este es el principio subyacente de toda la práctica de los sacrificios infantiles, que se encontraba muy difundido en el mundo pagano. La Torá se horroriza con el sacrificio infantil, lo ve como el peor de los pecados. Por lo tanto, busca establecer, en el caso de los niños, lo mismo que establece en el caso del universo como un todo, la tierra de Israel, y el pueblo de Israel. No somos propietarios de nuestros hijos. Dios lo es. Somos meramente guardianes en representación de Dios.
Sólo el evento más dramático podría establecer una idea tan revolucionaria y sin precedentes – incluso incomprensible – en el mundo antiguo. De eso se trata la historia de la Ligadura de Itzjak. Itzjak no pertenece a Abraham o Sara. Itzjak pertenece a Dios. Todos los niños pertenecen a Dios. Los padres no son los propietarios de sus hijos. La relación de padre e hijo es una de custodia solamente. Dios no quiere que Abraham sacrifique a su hijo. Dios quiere que renuncie a la propiedad de su hijo. Eso es lo que quiere decir el ángel cuando llama a Abraham para que se detenga: “no Me has negado a tu hijo, el único”. La Ligadura de Itzjak es una polémica en contra, y el rechazo, del principio de patria potestas, la idea universal para todas las culturas paganas de que los niños son propiedad de sus padres.
Bajo esta luz, la Ligadura de Itzjak es consistente con las otras narrativas fundacionales de la Torá, a saber la creación del universo y la liberación de los israelitas de Egipto. El resto de la narrativa también tiene sentido. Dios debía demostrarle a Abraham y Sara que su hijo no era naturalmente de ellos, porque su nacimiento no había sido para nada natural. Tuvo lugar cuando Sara ya no podía concebir.
La historia del primer niño judío establece una práctica que aplica a todos los niños judíos. Dios crea un espacio legal entre padre e hijo, porque sólo cuando ese espacio existe los niños tienen el lugar para crecer como individuos independientes.
La Torá busca, en última instancia, abolir todas las relaciones de dominio y sumisión. Es por eso que le disgusta tanto la esclavitud y la hace, dentro de Israel, una condición temporal en lugar de un destino permanente. Es por eso que busca proteger a los niños de padres autoritarios o peor.
Abraham, argumentamos en el estudio de la semana pasada, fue elegido para ser el modelo para todos los tiempos de lo que significa ser un padre. Ahora vemos que la Ligadura de Itzjak es la consumación de esa historia. Un padre es aquel que sabe que no es propietario de sus hijos.
[1] Søren Kierkegaard, Fear and Trembling, and the Sickness Unto Death,1843, traducido por Garden City, NY: Doubleday, 1954, ver pp. 55, 62-63.
[2] Joseph B. Soloveitchik, “Majesty and Humility,” Tradition 17:2, Spring. 1978, pp. 25–37.
¿Cuál es la diferencia entre ser un guardián y un propietario?
¿En qué formas puede un padre apoyar el desarrollo de la fe religiosa de sus hijos, y al mismo tiempo permitirle ser un pensador independiente?
¿Cuándo se pone a prueba tu fe en Dios? ¿Qué te ayuda a mantenerte fuerte y comprometido en tiempos como estos?
La Ligadura de Itzjak: una nueva interpretación
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Es el pasaje más difícil de todos, uno que parece desafiar el entendimiento. Abraham y Sara esperaron años por un hijo. Dios les prometió en repetidas ocasiones que ellos tendrían muchos descendientes, tantos como las estrellas del cielo, los granos de arena en la orilla del mar. Ellos esperan. El hijo no llega.
Sara, con gran desesperanza, sugiere que Abraham tenga un hijo con su sirvienta Hagar. Lo hace. Nace Ishmael. Pero Dios le dice a Abraham: éste no es el elegido. Para este entonces, Sara ya es anciana, ya ha pasado la menopausia, le resulta imposible tener un hijo por medios naturales.
Llegan ángeles y una vez más prometen un hijo. Sara se ríe. Pero un año más tarde nace Itzjak. La alegría de Sara es casi dolorosa:
A continuación leemos las palabras fatídicas:
El resto de la historia nos resulta familiar. Abraham toma a Itzjak. Juntos viajan por tres días hasta los montes. Abraham construye un altar, junto leños, amarra a su hijo y levanta su cuchillo. En ese momento:
La prueba ha terminado. Es el clímax de la vida de Abraham, la prueba suprema de fe, un momento clave en la memoria y la auto-definición judías.
Pero es profundamente perturbadora. ¿Por qué Dios casi le quita lo que Él le había dado? ¿Por qué Él hizo pasar a estos padres ancianos – Abraham y Sara – por tan difícil prueba? ¿Por qué Abraham, que anteriormente había desafiado a Dios acerca del destino de Sodoma diciendo “¿Acaso el Juez de toda la tierra no hará justicia?” no protestó contra este acto cruel contra un niño inocente?
La interpretación estándar, dada por todos los comentaristas – clásicos y modernos – es que Abraham demostró su amor total por Dios al estar dispuesto a sacrificar aquello que le era más preciado en su vida, el hijo por el que había esperado durante muchos años.
El teólogo cristiano Soren Kierkegaard escribió un poderoso libro acerca de esto, El temor y la angustia, en el que denomina a estas ideas “suspensión teológica de la ética”[1] – el amor por Dios nos puede llevar a hacer cosas que de otra manera serían consideradas moralmente erróneas – y “fe en el absurdo” – Abraham confiaba en que Dios haría lo imposible posible. Abraham creía que perdería a Itzjak pero aún lo tendría con él. Para Kierkeegard, la fe trasciende la razón.
El Rabino Joseph Soloveitchik vio la Ligadura como una demostración de que no debemos esperar ser siempre victoriosos. A veces debemos experimentar la derrota. “Dios le dice al hombre que se abstenga de aquello que el hombre más desea.”[2]
Ciertamente todas estas interpretaciones son correctas. Son parte de nuestra tradición. Yo quiero, sin embargo, ofrecer una lectura un tanto diferente, por una razón. A lo largo del Tanaj el sacrificio infantil es el más grave de los pecados. La Torá y los profetas consistentemente se refieren a él con horror. Es lo que hacen los paganos. Este es Jeremías acerca del tema:
Y este es Mica:
Es lo que hizo Mesha, rey de Moab, para que los dioses le garanticen la victoria sobre los israelitas:
¿Cómo puede la Torá considerar la disposición a hacer lo que hacen los peores idólatras como el logro supremo de Abraham? El hecho de que Abraham estuviera dispuesto a sacrificar a su propio hijo parece indicar – en términos del Tanaj como un todo – que no era mejor que los seguidores de Baal o Molej o el rey de Moab. Esta no puede ser la única interpretación.
Hay una forma alternativa de ver la prueba. Para hacerlo debemos considerar un tema dominante en la Torá completa. Reunamos la evidencia.
Primer principio: Dios es el dueño de la tierra de Israel. Por eso Él puede comandar el retorno de la propiedad a sus dueños originales en el año del Jubileo:
Segundo principio: Dios es el dueño de los hijos de Israel, ya que fue Él quien los redimió de la esclavitud. Eso es lo que quieren decir los israelitas cuando cantaron en el Mar Rojo:
Por lo tanto no pueden convertirse en esclavos permanentemente:
Tercer principio: Dios es el dueño último de todo lo que existe. Es por eso que debemos hacer una bendición sobre todo aquello que disfrutamos:
Todas las cosas pertenecen a Dios, y debemos reconocerlo antes de hacer uso de cualquier cosa. Eso es una bendición: el reconocimiento de que todo lo que disfrutamos es de Dios.
Esta es la base jurídica de toda la ley judía. Dios gobierna por derecho, no por la fuerza. Dios creó el universo, por lo tanto Dios es el único dueño del universo. El término legal para esto es “expropiación”. Por lo tanto, Dios tiene el derecho de prescribir las condiciones bajo las cuales nos podemos beneficiar del universo. Es para establecer este hecho legal – no para relatarnos acerca de la física y la cosmología del Big Bang – que la Torá comienza con la historia de la Creación. Esto acarrea una profundidad y resonancia especial para el pueblo judío, ya que en su caso Dios no es solamente el Creador y Sostén del universo – como Lo es para toda la humanidad. Él es también, para los judíos, el Dios de la historia, quién los redimió de la esclavitud y les entregó una tierra que originalmente pertenecía a otros, las “siete naciones”. Dios es el Soberano del universo, pero en un sentido especial es el único Rey supremo de Israel, y la única fuente de todas sus leyes. Ese es el significado del libro de Éxodo. Las narrativas claves de la Torá están allí para enseñarnos que Dios es el Dueño supremo de todo.
En el mundo antiguo, hasta el Imperio Romano inclusive, los hijos eran considerados propiedad legal de los padres. No tenían derechos. No eran personas legales en sí mismos. Bajo el principio romano de patria potestas un padre podía hacer lo que quisiera con su hijo, incluso provocarle la muerte. El infanticidio era bien conocido en la antigüedad (y de hecho ha sido defendido en la actualidad por el filósofo de Harvard Peter Singer, para los casos de niños severamente discapacitados). Por ejemplo, es así como comienza la historia de Edipo, con su padre Laius dejándolo para que muera.
Este es el principio subyacente de toda la práctica de los sacrificios infantiles, que se encontraba muy difundido en el mundo pagano. La Torá se horroriza con el sacrificio infantil, lo ve como el peor de los pecados. Por lo tanto, busca establecer, en el caso de los niños, lo mismo que establece en el caso del universo como un todo, la tierra de Israel, y el pueblo de Israel. No somos propietarios de nuestros hijos. Dios lo es. Somos meramente guardianes en representación de Dios.
Sólo el evento más dramático podría establecer una idea tan revolucionaria y sin precedentes – incluso incomprensible – en el mundo antiguo. De eso se trata la historia de la Ligadura de Itzjak. Itzjak no pertenece a Abraham o Sara. Itzjak pertenece a Dios. Todos los niños pertenecen a Dios. Los padres no son los propietarios de sus hijos. La relación de padre e hijo es una de custodia solamente. Dios no quiere que Abraham sacrifique a su hijo. Dios quiere que renuncie a la propiedad de su hijo. Eso es lo que quiere decir el ángel cuando llama a Abraham para que se detenga: “no Me has negado a tu hijo, el único”. La Ligadura de Itzjak es una polémica en contra, y el rechazo, del principio de patria potestas, la idea universal para todas las culturas paganas de que los niños son propiedad de sus padres.
Bajo esta luz, la Ligadura de Itzjak es consistente con las otras narrativas fundacionales de la Torá, a saber la creación del universo y la liberación de los israelitas de Egipto. El resto de la narrativa también tiene sentido. Dios debía demostrarle a Abraham y Sara que su hijo no era naturalmente de ellos, porque su nacimiento no había sido para nada natural. Tuvo lugar cuando Sara ya no podía concebir.
La historia del primer niño judío establece una práctica que aplica a todos los niños judíos. Dios crea un espacio legal entre padre e hijo, porque sólo cuando ese espacio existe los niños tienen el lugar para crecer como individuos independientes.
La Torá busca, en última instancia, abolir todas las relaciones de dominio y sumisión. Es por eso que le disgusta tanto la esclavitud y la hace, dentro de Israel, una condición temporal en lugar de un destino permanente. Es por eso que busca proteger a los niños de padres autoritarios o peor.
Abraham, argumentamos en el estudio de la semana pasada, fue elegido para ser el modelo para todos los tiempos de lo que significa ser un padre. Ahora vemos que la Ligadura de Itzjak es la consumación de esa historia. Un padre es aquel que sabe que no es propietario de sus hijos.
[1] Søren Kierkegaard, Fear and Trembling, and the Sickness Unto Death,1843, traducido por Garden City, NY: Doubleday, 1954, ver pp. 55, 62-63.
[2] Joseph B. Soloveitchik, “Majesty and Humility,” Tradition 17:2, Spring. 1978, pp. 25–37.
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