Durante una cena destinada a celebrar el trabajo de un líder comunitario, el orador destacó sus múltiples cualidades: trabajo, dedicación y visión de futuro. Apenas se sentó, el homenajeado le susurró al oído, “Te olvidaste de mencionar una cosa”. “¿De qué?” le preguntó, y el líder le respondió “De mi humildad.”
Es así. Los grandes líderes tienen muchas cualidades pero la humildad no suele ser una de ellas. Con raras excepciones, tienden a ser ambiciosos y con una alta dosis de autovaloración. Esperan ser honrados, bendecidos, respetados, y hasta temidos. Asumen su superioridad displicentemente – Eleanor Roosvelt lo describía “como llevando una corona invisible” – pero hay diferencias entre lo anterior y la humildad.
Esto hace que un pasaje de nuestra parashá sea especialmente impactante y sorprendente. Sabiendo, como lo expresó Lord Acton[1], que el poder tiende a corromper y que el poder absoluto tiende a corromper en forma absoluta, especifica tres tentaciones a las cuales el rey de la antigüedad estaba expuesto. Un rey, dice, no debe acumular muchos caballos, muchas esposas ni mucha riqueza, tres trampas en las cuales, siglos más tarde, cayó el Rey Salomón. Luego agrega:
Cuando (el rey) ocupe su trono real, debe escribir para sí en un pergamino, una copia de esta Torá… Es para que permanezca con él, y lo debe leer todos los días de su vida para aprender a temer al Señor su Dios y seguir cuidadosamente todas las palabras de esta ley y sus decretos, y no sentirse superior a sus hermanos ni apartarse de la ley hacia la derecha o la izquierda. Así él y sus descendientes reinarán por largo tiempo en el seno de Israel.
Deut. 17:18-20
Si a un rey, a quien todos deben honrar, se le ordena ser humilde – “no sentirse superior a sus hermanos” – cuánto más nos corresponde eso a todos nosotros. Moshé, el líder más grande que ha tenido el pueblo judío, era “muy humilde, más que cualquiera en toda la faz de la tierra.” (Núm. 12:3). Fue grande por ser humilde o humilde porque era grande? De cualquiera de las dos formas, como R. Yojanan dijo de Dios mismo, “Donde encuentres Su grandeza hallarás Su humildad.”[2]
Esta es una de las revoluciones genuinas que trajo el judaísmo a la espiritualidad. La idea de que un rey en el mundo antiguo debía ser humilde parecería farsesco. Podemos ver aún ahora, en las ruinas y reliquias de la Mesopotamia y Egipto, una serie casi interminable de monumentos creados por la vanidad de los gobernantes en honor a ellos mismos. Ramsés II tenía cuatro estatuas suyas y dos de la reina Nefertiti colocadas en el frente del templo en Abu Simbel. Con sus 10 metros, tenían casi el doble de altura que la de la estatua de Lincoln en Washington.
Aristóteles no hubiera entendido el concepto de que la humildad es una virtud. Para él el megalopsychos, el hombre de gran alma, era un aristócrata, consciente de su superioridad sobre la masa humana. La humildad, junto a la obediencia, el servilismo y la baja autovaloración eran para las clases inferiores, los que no habían nacido para gobernar sino para ser gobernados. La idea de un rey humilde fue un concepto radical introducido por el judaísmo y luego adoptado por el cristianismo.
Este es un claro ejemplo de cómo la espiritualidad hace que sea diferente la forma de actuar, sentir y pensar. Creer que nos paramos ante la presencia de un Dios significa que no somos el centro de nuestro mundo. Dios es. “Yo soy polvo y cenizas” dijo Abraham, el padre de la fe. “¿Quién soy yo?” se preguntó Moshé, el más grande de los profetas. Esto no los transformó en serviles ni aduladores. Fue precisamente en el momento que Abraham dijo ser de polvo y ceniza, que desafió a Dios por el castigo propuesto a Sodoma y a las ciudades de la llanura. Fue Moshé, el más humilde de los hombres, el que urgió a Dios a perdonar al pueblo, y si no, “Bórrame del libro que Tú has escrito.” Estos han sido algunos de los espíritus más valientes que ha producido la humanidad.
Hay una diferencia fundamental entre las dos palabras en hebreo: anivut, “humildad” y shiflut “autodegradación”. Son tan distintas que Maimónides definió a la humildad como la condición que está a mitad de camino entre shiflut y el orgullo.[3] La humildad no significa una autovaloración disminuida. Eso es shiflut. La humildad implica tener la suficiente seguridad en uno mismo como para no necesitar el reaseguro de otros. Significa no tener la urgencia de demostrarse a uno mismo ser más capaz, más inteligente, más dotado o más exitoso que otros. Tener seguridad por estar viviendo con el amor de Dios. Él tiene fe en ti aunque tú no la tengas. No necesitas compararte con otros. Tienes tu tarea, otros tienen la de ellos, y eso te lleva a cooperar, no a competir.
Eso significa que puedes ver a otras personas y valorarlas por lo que son. No son sólo una serie de espejos en los que puedes mirarte para ver tu propia imagen. Si tienes seguridad en ti mismo, podrás valorar a los demás. Si confías en tu identidad podrás apreciar a las personas que no son como tú. La humildad es el ser puesto hacia afuera. Es entender que “no se trata de ti.”
Ya en 1979 el extinto Christopher Lasch publicó el libro titulado TheCulture of Narcissism, subtitulado, American life in an age of diminished expectations (La vida norteamericana en una era de expectativas disminuidas). Fue una obra profética. Argumentaba que el colapso de la familia, la comunidad y la fe, los dejó fundamentalmente inseguros, desprovistos de los sostenes tradicionales de identidad y de valor. No vivió para ver la era del selfie, de los perfiles de Facebook, de las marcas de ropa colocadas a la vista, y tantas otras formas de “propaganda de uno mismo”; pero no se habría sorprendido. Manifestó que el narcisismo es una forma de inseguridad, que requiere un constante reaseguro e inyecciones frecuentes de autoestima. Para decirlo simplemente, no es la mejor manera de vivir.
A veces pienso que el narcisismo y la pérdida de la fe religiosa van de la mano. Cuando perdemos la fe en Dios, lo que queda en el centro de la conciencia es el yo. No es coincidencia que el más grande de los ateos de la modernidad, Nietzsche, era un hombre que veía a la humildad como un vicio, no una virtud. La describió como la venganza de los débiles frente a los fuertes. No es casual que una de sus últimas obras se titulara “Por qué soy tan astuto”[4] Poco después de escribirla cayó en la locura que lo acompañó durante los últimos once años de su vida.
No hay que ser religioso para comprender la importancia de la humildad. En el 2014 el Harvard Business Review publicó los resultados de una encuesta que mostró que “Los mejores líderes son líderes humildes.”[5] Aprenden de las críticas. Tienen la confianza suficiente como para empoderar a otros y elogiarlos por sus contribuciones. Asumen riesgos personales en aras del bien común. Inspiran lealtad y un fuerte espíritu de equipo. Y lo aplicable a los líderes es válido para cada uno de nosotros con nuestras parejas, sociedades, padres, compañeros de trabajo, miembros de comunidades y amigos.
Una de las personas más humildes que conocí fue el fallecido Rebe de Lubavitch, el Rabino Menachem Mendel Schneerson. No tenía nada de autodegradación. Se manejaba con calma y dignidad. Tenía seguridad en sí mismo y una postura que bordeaba a la realeza. Pero cuando estabas a solas con él, te hacía sentir como si fueras la persona más importante del lugar. Tenía ese don extraordinario. Era “la realeza sin corona,” “la grandeza en ropa de todos los días.” Me enseñó que la humildad no consiste en pensar que uno es pequeño, sino en pensar que otras personas poseen grandeza.
Ezra Taft Benson dijo que “el orgullo concierne a quién tiene razón; la humildad en qué es lo correcto.” Servir a Dios con amor, dijo Maimónides, es hacer lo verdaderamente correcto, por ningún otro motivo.[6] El amor está desprovisto de egoísmo. El perdón y el altruismo también. Cuando colocamos al yo en el centro de nuestro universo, eventualmente transformaremos a todo y a todos en un medio para nuestros fines. Eso los disminuye a ellos, lo cual nos disminuye a nosotros. La humildad significa vivir a la luz de lo-que-es-más-grande-que-yo. Cuando Dios es el centro de nuestras vidas, nos abrimos a la gloria de la creación y la belleza del otro. Cuanto más pequeño el yo, más amplio es el espacio de nuestro mundo.
[1] Transcripción de una carta al Arzobispo Mandell Creighton, 5 de Abril de 1887, publicada en Historical Essays and Studies, editada por J.N. Figgis y R.V. Laurence (Londres: Macmillan, 1907).
La grandeza de la humildad
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Durante una cena destinada a celebrar el trabajo de un líder comunitario, el orador destacó sus múltiples cualidades: trabajo, dedicación y visión de futuro. Apenas se sentó, el homenajeado le susurró al oído, “Te olvidaste de mencionar una cosa”. “¿De qué?” le preguntó, y el líder le respondió “De mi humildad.”
Es así. Los grandes líderes tienen muchas cualidades pero la humildad no suele ser una de ellas. Con raras excepciones, tienden a ser ambiciosos y con una alta dosis de autovaloración. Esperan ser honrados, bendecidos, respetados, y hasta temidos. Asumen su superioridad displicentemente – Eleanor Roosvelt lo describía “como llevando una corona invisible” – pero hay diferencias entre lo anterior y la humildad.
Esto hace que un pasaje de nuestra parashá sea especialmente impactante y sorprendente. Sabiendo, como lo expresó Lord Acton[1], que el poder tiende a corromper y que el poder absoluto tiende a corromper en forma absoluta, especifica tres tentaciones a las cuales el rey de la antigüedad estaba expuesto. Un rey, dice, no debe acumular muchos caballos, muchas esposas ni mucha riqueza, tres trampas en las cuales, siglos más tarde, cayó el Rey Salomón. Luego agrega:
Si a un rey, a quien todos deben honrar, se le ordena ser humilde – “no sentirse superior a sus hermanos” – cuánto más nos corresponde eso a todos nosotros. Moshé, el líder más grande que ha tenido el pueblo judío, era “muy humilde, más que cualquiera en toda la faz de la tierra.” (Núm. 12:3). Fue grande por ser humilde o humilde porque era grande? De cualquiera de las dos formas, como R. Yojanan dijo de Dios mismo, “Donde encuentres Su grandeza hallarás Su humildad.”[2]
Esta es una de las revoluciones genuinas que trajo el judaísmo a la espiritualidad. La idea de que un rey en el mundo antiguo debía ser humilde parecería farsesco. Podemos ver aún ahora, en las ruinas y reliquias de la Mesopotamia y Egipto, una serie casi interminable de monumentos creados por la vanidad de los gobernantes en honor a ellos mismos. Ramsés II tenía cuatro estatuas suyas y dos de la reina Nefertiti colocadas en el frente del templo en Abu Simbel. Con sus 10 metros, tenían casi el doble de altura que la de la estatua de Lincoln en Washington.
Aristóteles no hubiera entendido el concepto de que la humildad es una virtud. Para él el megalopsychos, el hombre de gran alma, era un aristócrata, consciente de su superioridad sobre la masa humana. La humildad, junto a la obediencia, el servilismo y la baja autovaloración eran para las clases inferiores, los que no habían nacido para gobernar sino para ser gobernados. La idea de un rey humilde fue un concepto radical introducido por el judaísmo y luego adoptado por el cristianismo.
Este es un claro ejemplo de cómo la espiritualidad hace que sea diferente la forma de actuar, sentir y pensar. Creer que nos paramos ante la presencia de un Dios significa que no somos el centro de nuestro mundo. Dios es. “Yo soy polvo y cenizas” dijo Abraham, el padre de la fe. “¿Quién soy yo?” se preguntó Moshé, el más grande de los profetas. Esto no los transformó en serviles ni aduladores. Fue precisamente en el momento que Abraham dijo ser de polvo y ceniza, que desafió a Dios por el castigo propuesto a Sodoma y a las ciudades de la llanura. Fue Moshé, el más humilde de los hombres, el que urgió a Dios a perdonar al pueblo, y si no, “Bórrame del libro que Tú has escrito.” Estos han sido algunos de los espíritus más valientes que ha producido la humanidad.
Hay una diferencia fundamental entre las dos palabras en hebreo: anivut, “humildad” y shiflut “autodegradación”. Son tan distintas que Maimónides definió a la humildad como la condición que está a mitad de camino entre shiflut y el orgullo.[3] La humildad no significa una autovaloración disminuida. Eso es shiflut. La humildad implica tener la suficiente seguridad en uno mismo como para no necesitar el reaseguro de otros. Significa no tener la urgencia de demostrarse a uno mismo ser más capaz, más inteligente, más dotado o más exitoso que otros. Tener seguridad por estar viviendo con el amor de Dios. Él tiene fe en ti aunque tú no la tengas. No necesitas compararte con otros. Tienes tu tarea, otros tienen la de ellos, y eso te lleva a cooperar, no a competir.
Eso significa que puedes ver a otras personas y valorarlas por lo que son. No son sólo una serie de espejos en los que puedes mirarte para ver tu propia imagen. Si tienes seguridad en ti mismo, podrás valorar a los demás. Si confías en tu identidad podrás apreciar a las personas que no son como tú. La humildad es el ser puesto hacia afuera. Es entender que “no se trata de ti.”
Ya en 1979 el extinto Christopher Lasch publicó el libro titulado The Culture of Narcissism, subtitulado, American life in an age of diminished expectations (La vida norteamericana en una era de expectativas disminuidas). Fue una obra profética. Argumentaba que el colapso de la familia, la comunidad y la fe, los dejó fundamentalmente inseguros, desprovistos de los sostenes tradicionales de identidad y de valor. No vivió para ver la era del selfie, de los perfiles de Facebook, de las marcas de ropa colocadas a la vista, y tantas otras formas de “propaganda de uno mismo”; pero no se habría sorprendido. Manifestó que el narcisismo es una forma de inseguridad, que requiere un constante reaseguro e inyecciones frecuentes de autoestima. Para decirlo simplemente, no es la mejor manera de vivir.
A veces pienso que el narcisismo y la pérdida de la fe religiosa van de la mano. Cuando perdemos la fe en Dios, lo que queda en el centro de la conciencia es el yo. No es coincidencia que el más grande de los ateos de la modernidad, Nietzsche, era un hombre que veía a la humildad como un vicio, no una virtud. La describió como la venganza de los débiles frente a los fuertes. No es casual que una de sus últimas obras se titulara “Por qué soy tan astuto”[4] Poco después de escribirla cayó en la locura que lo acompañó durante los últimos once años de su vida.
No hay que ser religioso para comprender la importancia de la humildad. En el 2014 el Harvard Business Review publicó los resultados de una encuesta que mostró que “Los mejores líderes son líderes humildes.”[5] Aprenden de las críticas. Tienen la confianza suficiente como para empoderar a otros y elogiarlos por sus contribuciones. Asumen riesgos personales en aras del bien común. Inspiran lealtad y un fuerte espíritu de equipo. Y lo aplicable a los líderes es válido para cada uno de nosotros con nuestras parejas, sociedades, padres, compañeros de trabajo, miembros de comunidades y amigos.
Una de las personas más humildes que conocí fue el fallecido Rebe de Lubavitch, el Rabino Menachem Mendel Schneerson. No tenía nada de autodegradación. Se manejaba con calma y dignidad. Tenía seguridad en sí mismo y una postura que bordeaba a la realeza. Pero cuando estabas a solas con él, te hacía sentir como si fueras la persona más importante del lugar. Tenía ese don extraordinario. Era “la realeza sin corona,” “la grandeza en ropa de todos los días.” Me enseñó que la humildad no consiste en pensar que uno es pequeño, sino en pensar que otras personas poseen grandeza.
Ezra Taft Benson dijo que “el orgullo concierne a quién tiene razón; la humildad en qué es lo correcto.” Servir a Dios con amor, dijo Maimónides, es hacer lo verdaderamente correcto, por ningún otro motivo.[6] El amor está desprovisto de egoísmo. El perdón y el altruismo también. Cuando colocamos al yo en el centro de nuestro universo, eventualmente transformaremos a todo y a todos en un medio para nuestros fines. Eso los disminuye a ellos, lo cual nos disminuye a nosotros. La humildad significa vivir a la luz de lo-que-es-más-grande-que-yo. Cuando Dios es el centro de nuestras vidas, nos abrimos a la gloria de la creación y la belleza del otro. Cuanto más pequeño el yo, más amplio es el espacio de nuestro mundo.
[1] Transcripción de una carta al Arzobispo Mandell Creighton, 5 de Abril de 1887, publicada en Historical Essays and Studies, editada por J.N. Figgis y R.V. Laurence (Londres: Macmillan, 1907).
[2] Pesikta Zutrata, Ekev.
[3] Maimónides, Ocho Capítulos cap.4, Comentario a Avot, 4: 4. En Hiljot Teshuvá 9: 1 define shiflut como lo opuesto de maljut, soberanía
[4] Parte del trabajo publicado como Ecce Homo.
[5] Jeanine Prime y Elizabeth Salib, “Los mejores líderes son humildes,” Harvard Business Review, 12 de mayo, 2014
[6] Maimónoides, Hiljot Teshuvá 10:2
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