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Uno de los discursos más impactantes que haya escuchado sobre esta parashá, la historia de los espías, fue pronunciado por el Rebe de Lubavitch, Menajem Mendel Schneerson. Y para mí caso, resultó poco menos que un cambio de vida.

Él hizo las preguntas obvias: ¿cómo diez espías pudieron volver trayendo un informe desmoralizante y derrotista? ¿Cómo pudieron decir: no podremos vencer, ellos son más fuertes que nosotros, sus ciudades están muy fortificadas, son como gigantes y nosotros como langostas?

Habían visto con sus propios ojos cómo Dios había enviado una serie de plagas que pusieron de rodillas a Egipto, el imperio más antiguo y más imponente de la época. Habían visto cómo el ejército egipcio, con su tecnología militar de punta, los carros tirados por caballos, pereció ahogado en el mar Rojo, mientras los israelitas pasaron sanos y salvos a tierra firme. Egipto era mucho más poderoso que los canaanitas, los perizitas, iebusitas y que muchos otros reinos menores a los que deberían conquistar. Y todo eso no ocurrió en un pasado remoto, sino que hacía no más de un año.

Lo que es más, ellos ya sabían que, lejos de ser gigantes contra langostas, los pueblos de la tierra tenían terror de los israelitas. Lo habían expresado ellos mismos cantando la Canción del Mar:

Oyeron los pueblos; se inquietaron;

El terror se apoderó de los habitantes de Filistea.

Entonces se turbaron los jefes de Edom;

De los poderes de Moab se apoderó el temblor;

Se disolvieron todos los habitantes de Canaán.

Que caigan sobre ellos el terror y temor,

Ante la grandeza de Tu brazo, que se queden mudos como piedra

Ex. 15:14-16

Los habitantes de la tierra temían a los israelitas. Entonces, ¿por qué los espías les tenían miedo a ellos?

Lo que es más, continuó el Rebbe, los espías no fueron elegidos al azar. La Torá especifica que eran todos “hombres que eran jefes del pueblo de Israel.” Eran líderes, no gente fácilmente atemorizable.

Las preguntas son francas, pero la respuesta del Rebbe resultó totalmente inesperada. No temían el fracaso, dijo.  Tenían miedo del éxito.

¿Cuál era su situación en ese momento? Comían el maná del cielo. Tomaban agua de una fuente milagrosa. Estaban rodeados de las Nubes de Gloria. Levantaban campamentos alrededor del Santuario. Estaban en contacto continuo con la Shejiná. Nunca pueblo alguno vivió tan cerca de Dios.

¿Cuál sería su situación si entraban en la Tierra? Tendrían que luchar batallas, mantener un ejército, crear una economía, labrar la tierra, preocuparse por si la cantidad de lluvia caída era suficiente para cosechar lo sembrado, y las mil distracciones que provienen de vivir en el mundo. ¿Qué ocurriría con su cercanía a Dios? Estarían preocupados por temas materiales y mundanos. Aquí podrían consagrar sus vidas a la lectura de la Torá, iluminada por la radiación Divina. Allí no serían más que una nación entre un mundo de naciones, con los mismos problemas económicos, sociales y políticos con los que debe lidiar toda nación.

Los espías no temían al fracaso, temían al éxito. Su error fue el error de hombres muy sagrados. Querían pasar sus vidas en la mayor cercanía posible con Dios. Lo que no alcanzaron a comprender fue que Dios requiere, según una frase jasídica, “morar en los mundos inferiores”. Una de las grandes diferencias entre el judaísmo y otras religiones es que mientras las otras buscan elevar a las personas al cielo, el judaísmo busca bajar el cielo a la tierra.

Gran parte de la Torá trata de temas que por convención, no parecerían religiosos: relaciones laborales, agricultura, bienestar social, préstamos y deudas, tenencia de la tierra y otros temas similares. No es difícil tener una experiencia religiosa intensa en el desierto, en un retiro en un monasterio, o en un ashram (lugar para la práctica de yoga). La mayoría de las religiones tienen lugares sagrados y personas sagradas que habitan lejos de los rigores y exigencias de la vida cotidiana. Hubo una secta judía de estas características en Qumram, que conocemos a través de los Rollos del Mar Muerto, y seguramente había otras, el tema no tiene nada de particular.

Pero ese no es el proyecto judío, la misión judía. Dios quiso que los israelitas crearan un modelo de sociedad donde los seres humanos no fueran tratados como esclavos, donde los gobernantes no fueran adorados como semidioses, donde fuera respetada la dignidad humana, donde la ley fuera imparcialmente aplicada por igual a ricos y pobres, donde no hubiera ningún carenciado, ninguna persona aislada ni abandonada, ninguno por encima de la ley, y ningún área de la vida fuera del ámbito de la moralidad. Eso requiere una sociedad, y una sociedad necesita una tierra, una economía, un ejército, campos y ganado, trabajo y creación. Todas estas cosas, dentro del judaísmo son formas de traer a la Shejiná a los espacios compartidos en nuestra vida colectiva.

Los espías temían el éxito, no el fracaso. Fue un error de hombres profundamente religiosos. Pero fue un error.

Ese es el desafío espiritual del evento más grande de los dos mil años de historia judía: el retorno de los judíos a la tierra y al Estado de Israel. Quizás nunca antes y nunca desde entonces ha habido un movimiento político acompañado por tantos sueños como el Sionismo. Para algunos era la materialización de visiones proféticas, para otros el logro secular de un pueblo que decidió tomar la historia en sus propias manos. Algunos, a lo Tolstoi, lo vieron como una reconexión con la tierra tierra y el suelo, otros, como una manifestación Niestzcheana de voluntad y poder. Algunos lo vieron como un refugio ante el antisemitismo europeo, otros como los albores de la redención mesiánica. Cada pensador sionista tenía su versión propia de la utopía, y en grado significativo, todo eso se cumplió.

Pero Israel fue siempre algo más fácil y más simple. Los judíos han conocido virtualmente todo destino y toda circunstancia, desde la tragedia hasta el triunfo, en casi cuatro mil años de historia, y han vivido en casi todos los lugares de la tierra. Pero en ese tiempo hubo un solo espacio donde pudieron materializar lo que fueron llamados a hacer desde los albores de su historia: construir su propia sociedad de acuerdo a sus más altos ideales, una sociedad distinta a la de sus vecinos, y que se transformara en modelo de cómo una sociedad, una economía, un sistema educativo y la administración del bienestar podrían ser vehículo para lograr que la Divina presencia baje a la tierra.

No es difícil encontrar a Dios en el desierto, si no debes alimentarte por la labor de tus manos y confías en que Dios luchará las batallas por ti. Diez de los espías, según el Rebe, quisieron vivir esa vida para siempre. Pero eso, sugiere el Rebe, no es lo que Dios quiere de nosotros. Quiere que nos conectemos con el mundo. Quiere que curemos a los enfermos, que alimentemos a los hambrientos, que luchemos contra la injusticia con toda la fuerza de la ley y combatamos la ignorancia mediante la educación universal. Quiere que demostremos lo que significa amar al extranjero, y decir, junto a Rabbi Akiva, “Amada es la humanidad porque hemos sido todos creados a la imagen de Dios.”

La espiritualidad judía vive en el seno de la vida misma, en la vida de la sociedad y de sus instituciones. Para crearla debemos luchar contra dos tipos de temores: el temor al fracaso y el temor al éxito. Lo primero es habitual; el temor al éxito es más raro pero no menos debilitante. Ambos provienen de la resistencia a asumir riesgos. La fe es tener el coraje de arriesgar. No es tener certeza; es la capacidad de vivir con incertidumbre. Es la capacidad de escuchar a Dios decirnos a nosotros, como le dijo a Abraham, “Camina delante de Mí” (Gén. 17:1).

El Rebe vivió como lo que enseñó. Mandó emisarios a virtualmente todo lugar en el mundo donde había judíos. Al hacerlo, transformó la vida judía. Sabía que le estaba diciendo a sus seguidores que asumieran riesgos, yendo a lugares donde todo el entorno podía desafiarlos de muchas maneras, pero tenía fe en ellos, en Dios y en la misión judía cuyo lugar es la plaza pública donde compartir nuestra fe con otros, y hacerlo de manera profundamente práctica.

Es un desafío dejar el desierto y salir al mundo con todos sus riesgos y tentaciones, pero es ahí donde Dios quiere que estemos, llevando Su espíritu en la forma en que manejamos una economía, un sistema de bienestar, de derecho, de salud, un ejército, cicatrizando algunas de las heridas del mundo y llevando, a lugares frecuentemente sumidos en la oscuridad, fragmentos de la luz Divina.


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  1. ¿Cuáles son los desafíos de mantenerse conectado con Dios y al mismo tiempo vivir en “el mundo real”?
  2. ¿Por qué querría Dios que vivamos esta vida más difícil?
  3. ¿Cómo podemos “bajar el cielo a la tierra”?

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