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Yosef es ahora el gobernante de Egipto. La hambruna que había predicho se ha cumplido. Se extiende más allá de Egipto hasta la tierra de Canaán. En busca de alimento, los hermanos de Yosef emprenden el viaje a Egipto. Llegan al palacio del hombre encargado de la distribución del grano:

Yosef era el gobernador de la tierra [Egipto]; era él quien distribuía el alimento a todo el pueblo. Cuando llegaron los hermanos de Yosef, se inclinaron ante él rostro en tierra. Yosef reconoció a sus hermanos en cuanto los vio, pero fingió ser un extraño y les habló con dureza… Yosef reconoció a sus hermanos, pero ellos no lo reconocieron a él.

Génesis 42:6–8

Debemos a Robert Alter la idea de la “escena tipo”: un drama que se representa varias veces con variaciones; y estas son particularmente evidentes en el libro de Génesis. No existe una regla universal sobre cómo descifrar el significado de una escena tipo. Un ejemplo es el encuentro “muchacho-conoce-muchacha-en-un-pozo”, que ocurre tres veces: entre el siervo de Abraham y Rivka, Yaakov y Rajel, y Moshé y las hijas de Itró. Aquí, el escenario probablemente no es significativo (los pozos eran lugares donde los extraños se encontraban en aquellos días, como hoy el dispensador de agua en una oficina). Lo que debemos atender en estos tres episodios son sus variaciones: el activismo de Rivka, la demostración de fuerza de Yaakov, la pasión de Moshé por la justicia. En otras palabras, la manera en que las personas actúan hacia los extraños en un pozo es una prueba de su carácter. En algunos casos, sin embargo, una escena tipo parece indicar un tema recurrente. Ese es el caso aquí. Para entender qué está en juego en el encuentro entre Yosef y sus hermanos, debemos situarlo junto a otros tres episodios, todos ellos en Génesis.

El primero ocurre en la tienda de Itzjak. El patriarca es anciano y ciego. Le dice a su hijo mayor que salga al campo, cace un animal y prepare una comida para que pueda bendecirlo. Sorprendentemente pronto, Itzjak oye entrar a alguien. “¿Quién eres?”, pregunta. “Soy Esav, tu hijo mayor”, responde la voz. Itzjak no está convencido. “Acércate para que pueda sentirte, hijo mío. ¿Eres realmente Esav o no?” Extiende la mano y siente la aspereza de las pieles que cubren sus brazos. Aún inseguro, vuelve a preguntar: “¿Pero eres realmente mi hijo Esav?” El otro responde: “Lo soy”. Entonces Itzjak lo bendice: “Ah, el aroma de mi hijo es como el aroma de un campo bendecido por Dios”. Pero no es Esav. Es Yaakov disfrazado.

Escena dos: Yaakov ha huido a la casa de su tío Labán. Al llegar, conoce y se enamora de Rajel, y se ofrece a trabajar para su padre durante siete años para poder casarse con ella. El tiempo pasa rápidamente: los años “le parecieron como pocos días, porque la amaba”. Se acerca el día de la boda. Labán organiza un banquete. La novia entra en su tienda. Entrada la noche, Yaakov la sigue. Ahora, por fin, se ha casado con su amada Rajel. Cuando llega la mañana, descubre que ha sido víctima de un engaño. No es Rajel. Es Leá, disfrazada.

Escena tres: Yehudá se ha casado con una mujer cananea y ahora es padre de tres hijos. El primero se casó con una mujer del lugar, Tamar, pero murió misteriosamente joven, dejando a su esposa viuda y sin hijos. Siguiendo una versión pre-mosaica de la ley del levirato, Yehudá casó a su segundo hijo con Tamar para que ella pudiera tener un hijo “que perpetuara el nombre de su hermano”. El segundo esposo de Tamar no quería tener un hijo que, en la práctica, pertenecería a su hermano fallecido, por lo que “derramó su semen”, y por ello también murió joven. Yehudá se muestra entonces reacio a darle a Tamar su tercer hijo, dejándola como una aguná, “encadenada”, ligada a alguien con quien no puede casarse e incapaz de casarse con otro.

Pasan los años. Muere la esposa de Yehudá. Al regresar de la esquila de ovejas, ve a una prostituta velada al costado del camino. Le pide acostarse con él, prometiendo como pago un cabrito del rebaño. Ella le pide como garantía su “sello con su cordón y su bastón”. Al día siguiente envía a un amigo a entregar el cabrito, pero la mujer ha desaparecido. Los habitantes del lugar niegan todo conocimiento de ella. Tres meses después, Yehudá se entera de que su nuera Tamar está embarazada. Se enfurece. Ligada a su hijo menor, no se le permitía tener relación con nadie más. Debía haber cometido adulterio. “Sáquenla para que sea quemada”, ordena. La traen para ejecutarla, pero ella pide un favor. Le dice a uno de los presentes que lleve a Yehudá el sello, el cordón y el bastón. “El padre de mi hijo, dice, es el hombre a quien pertenecen estas cosas”. Inmediatamente Yehudá comprende. Tamar, incapaz de casarse pero obligada por el honor a tener un hijo que perpetuara la memoria de su primer esposo, había engañado a su suegro para que cumpliera la función que él debería haber permitido a su hijo menor. “Ella es más justa que yo”, admite Yehudá. Pensó que había estado con una prostituta, pero era Tamar disfrazada.

Este es el contexto en el que debe entenderse el encuentro entre Yosef y sus hermanos. El hombre ante el cual se inclinan no se parece en nada a un pastor hebreo. Habla egipcio. Viste las ropas de un gobernante egipcio. Lleva el anillo de sello del faraón y la cadena de oro de la autoridad. Creen estar ante un príncipe egipcio, pero es Yosef – su hermano – disfrazado.

Cuatro escenas, cuatro disfraces, cuatro fracasos en ver detrás de la máscara. ¿Qué tienen en común? Algo verdaderamente notable. Solo al no ser reconocidos, Yaakov, Leá, Tamar y Yosef pueden ser reconocidos, en el sentido de ser atendidos, tomados en serio, escuchados. Itzjak ama a Esav, no a Yaakov. Yaakov ama a Rajel, no a Leá. Yehudá piensa en su hijo menor, no en la difícil situación de Tamar. Yosef es odiado por sus hermanos. Solo cuando aparecen como alguien o algo distinto logran lo que buscan: para Yaakov, la bendición de su padre; para Leá, un esposo; para Tamar, un hijo; para Yosef, la atención no hostil de sus hermanos. La situación de estos cuatro individuos se resume en una sola frase conmovedora: “Yosef reconoció a sus hermanos, pero ellos no lo reconocieron a él”.

¿Funcionan los disfraces? A corto plazo, sí; pero a largo plazo, no necesariamente. Yaakov sufre enormemente por haber tomado la bendición de Esav. Leá, aunque se casa con Yaakov, nunca gana su amor. Tamar tuvo un hijo (de hecho, mellizos), pero Yehudá “no volvió a tener intimidad con ella”. Yosef – bueno, sus hermanos ya no lo odiaban, pero le temían. Incluso después de que él les asegurara que no les guardaba rencor, seguían pensando que se vengaría de ellos tras la muerte de su padre. Lo que logramos mediante el disfraz nunca es el amor que buscábamos.

Pero ocurre algo más. Yaakov, Leá, Tamar y Yosef descubren que, aunque nunca consigan el afecto de aquellos de quienes lo desean, Dios está con ellos; y eso, en última instancia, es suficiente. Un disfraz es un acto de ocultamiento – ante los demás, y quizá ante uno mismo. De Dios, sin embargo, no podemos ni necesitamos ocultarnos. Él oye nuestro clamor. Responde a nuestra plegaria no expresada. Escucha a quienes no son escuchados y les da consuelo.

Tras los cuatro episodios, no hay sanación de las relaciones, pero sí una reparación de la identidad. Eso es lo que los convierte, no en relatos seculares, sino en crónicas profundamente religiosas de crecimiento y maduración psicológica. Lo que nos dicen es simple y profundo: quienes están de pie ante Dios no necesitan disfraces para alcanzar dignidad cuando están de pie ante la humanidad.


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  2. ¿En qué otros lugares del Tanaj vemos a líderes disfrazarse? ¿Por qué crees que lo hicieron?
  3. ¿Cómo podemos ocultarnos de Dios, que es omnipresente y omnisciente? ¿Sientes que eres tu verdadero yo cuando te paras, o rezas, ante Dios?

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