Nuestros hijos caminan por delante

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El llamado a Abraham, con el que comienza Lej Lejá, parece surgir de la nada:

“Deja tu tierra, tu lugar de nacimiento y la casa de tu padre, y ve a la tierra que Yo te mostraré.”

Gén. 12:1

Nada nos ha preparado para esta partida radical. No hemos tenido una descripción de Abraham como la tuvimos en el caso de Noaj (“Noaj era un hombre justo, perfecto en sus generaciones; Noaj caminó con Dios”). Tampoco se nos ha dado una serie de vislumbres de su infancia, como en el caso de Moshé. Es como si el llamado de Abraham fuera una ruptura repentina con todo lo que lo precedió. No parece haber preludio, contexto ni trasfondo.

A esto se suma un versículo curioso en el último discurso pronunciado por el sucesor de Moshé, Yehoshúa:

“Y Yehoshúa dijo a todo el pueblo: Así dice el Señor, el Dios de Israel: ‘Hace mucho tiempo, vuestros padres vivieron al otro lado del río (Éufrates), Teraj, el padre de Abraham y de Najor; y sirvieron a otros dioses.’”

Yehoshúa 24:2

La implicación parece ser que el padre de Abraham era un idólatra. De ahí surge la famosa tradición midráshica que relata que, cuando era niño, Abraham rompió los ídolos de su padre. Cuando Teraj le preguntó quién había causado el daño, respondió: “El más grande de los ídolos tomó un palo y rompió a los demás”.

“¿Por qué me engañas?”, preguntó Teraj, “¿acaso los ídolos tienen entendimiento?”

 “Que tus oídos escuchen lo que tu boca está diciendo”, respondió el niño.

Bereshit Rabá 38:8

Según esta lectura, Abraham fue un iconoclasta, un destructor de imágenes, alguien que se rebeló contra la fe de su padre.

Maimónides, el filósofo, lo planteó de manera algo distinta. Originalmente, los seres humanos creían en un solo Dios. Más tarde comenzaron a ofrecer sacrificios al sol, los planetas, las estrellas y otras fuerzas de la naturaleza, como creaciones o servidores del único Dios. Más adelante, llegaron a adorarlos como entidades – dioses – en sí mismas. Fue Abraham, usando solo la razón, quien comprendió la incoherencia del politeísmo:

“Después de ser destetado, aún siendo un infante, su mente comenzó a reflexionar. Día y noche pensaba y se preguntaba: ¿cómo es posible que esta esfera celestial guíe continuamente al mundo sin que algo la guíe y la haga girar? Pues no puede moverse por sí sola. No tenía maestro ni mentor, porque vivía inmerso en Ur de los Caldeos entre idólatras necios. Su padre, su madre y toda la población adoraban ídolos, y él los adoraba con ellos. Continuó especulando y reflexionando hasta que alcanzó el camino de la verdad, comprendiendo lo que era correcto por su propio esfuerzo. Entonces supo que hay un solo Dios que guía los cuerpos celestes, que creó todo, y fuera de Él no hay otro dios.”  (Leyes de la Idolatría 1:2)

Maimonides, Laws of Idolatry 1:2

Lo que tienen en común Maimónides y el Midrash es la idea de discontinuidad. Abraham representa una ruptura radical con todo lo que lo precedió.

Sin embargo, de manera notable, el capítulo anterior nos ofrece una perspectiva bastante diferente:

“Estas son las generaciones de Teraj. Teraj engendró a Abram, Najor y Harán; y Harán engendró a Lot... Teraj tomó a Abram, su hijo, y a Lot, hijo de Harán, su nieto, y a Sarai, su nuera, esposa de su hijo Abram, y salieron juntos de Ur de los Caldeos para ir a la tierra de Canaán; pero cuando llegaron a Jarán, se establecieron allí. Los días de Teraj fueron doscientos cinco años, y Teraj murió en Harán.”

Gén. 11:27-32

La implicación parece ser que, lejos de romper con su padre, Abraham estaba continuando un viaje que Teraj ya había comenzado.

¿Cómo reconciliar estos dos pasajes? La forma más simple, adoptada por la mayoría de los comentaristas, es que no están en secuencia cronológica. El llamado a Abraham (en Gén. 12) ocurrió primero. Abraham escuchó el llamado Divino y se lo comunicó a su padre. La familia emprendió el viaje junta, pero Teraj se detuvo a mitad de camino, en Harán. El pasaje que registra la muerte de Teraj se coloca antes del llamado de Abraham, aunque ocurrió después, para evitar la acusación de que Abraham no honró a su padre al dejarlo en su vejez (Rashi, Midrash).

Sin embargo, existe otra posibilidad evidente: que la percepción espiritual de Abraham no surgió de la nada. Teraj ya había dado el primer paso, aunque titubeante, hacia el monoteísmo. Los hijos completan lo que sus padres comienzan.

De manera significativa, tanto la Biblia como la tradición rabínica entendieron la paternidad divina de este modo. Contrastaron la descripción de Noaj (“Noaj caminó con Dios”) con la de Abraham (“El Dios ante quien he caminado”, Gén. 24:40). El mismo Dios le dice a Abraham: “Camina delante de Mí y sé perfecto” (Gén. 17:1). Dios señala el camino, y luego desafía a Sus hijos a caminar por delante de Él.

En uno de los pasajes más famosos del Talmud, el Talmud Babilonio (Bava Metziá 59b) describe cómo los Sabios votaron en contra del Rabí Eliezer, a pesar de que su opinión estaba apoyada por una Voz Celestial. Luego relata un encuentro entre el Rabí Natán y el profeta Eliahu. El Rabí Natán le pregunta al profeta: ¿Cuál fue la reacción de Dios en ese momento, cuando la ley se decidió por mayoría en lugar de seguir la Voz Celestial? Eliahu respondió: “Él sonrió y dijo: ‘¡Mis hijos Me han vencido! ¡Mis hijos Me han vencido!’”.

Ser padre, en el judaísmo, significa crear un espacio dentro del cual un hijo pueda crecer. Sorprendentemente, esto se aplica incluso cuando el Padre es Dios mismo (Avinu, “nuestro Padre”). En palabras del Rabino Joseph Soloveitchik:

“El Creador del mundo disminuyó la imagen y la estatura de la creación para dejar algo que el hombre, obra de Sus manos, pudiera hacer, a fin de adornar al hombre con la corona de creador y hacedor.”

El Hombre Halájico, p. 107

Esta idea encuentra expresión en la halajá, la ley judía. A pesar del énfasis en la Torá sobre el deber de honrar y respetar a los padres, Maimónides dictamina:

“Aunque los hijos están obligados a grandes esfuerzos (en el honor a los padres), un padre tiene prohibido imponerles un yugo demasiado pesado o ser demasiado exigente con ellos en asuntos relacionados con su honor, no sea que los haga tropezar. Debe perdonarlos y cerrar los ojos, pues un padre tiene derecho a renunciar al honor que se le debe.”

Hiljot Mamrim 6:8

La historia de Abraham puede leerse de dos maneras, dependiendo de cómo conciliemos el final del capítulo 11 con el comienzo del capítulo 12. Una lectura enfatiza la discontinuidad: Abraham rompió con todo lo anterior. La otra enfatiza la continuidad: Teraj, su padre, ya había comenzado a luchar contra la idolatría. Había emprendido el largo camino hacia la tierra que eventualmente sería santa, pero se detuvo a mitad de camino. Abraham completó el viaje que su padre comenzó.

Quizás la infancia misma tenga la misma ambigüedad. Hay momentos, especialmente en la adolescencia, en los que nos decimos a nosotros mismos que estamos rompiendo con nuestros padres, trazando un camino completamente nuevo. Solo con el paso de los años, en retrospectiva, comprendemos cuánto les debemos: cómo, incluso en esos momentos en los que sentíamos más intensamente que emprendíamos un viaje solo nuestro, en realidad estábamos viviendo los ideales y aspiraciones que aprendimos de ellos. Y todo comenzó con el mismo Dios, quien dejó – y sigue dejando – espacio para que nosotros, Sus hijos, caminemos por delante de Él.


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