El hombre más influyente que ha vivido no aparece en ninguna lista, de las que yo haya visto, de los cien hombres más influyentes que han vivido. No reinó sobre ningún imperio, no comandó ningún ejército ni participó en actos de heroísmo en el campo de batalla, no hizo ningún milagro, no anunció profecía alguna, no lideró una vasta masa de seguidores ni tuvo discípulos más que su propio hijo. Pero más de la mitad de los miles de millones de personas que habitan el planeta se identifican como sus herederos.
Su nombre, por supuesto, es Abraham. Considerado fundador de las tres grandes religiones monoteístas: el judaísmo, el cristianismo y el Islam. No encaja con ningún estereotipo convencional. No fue, como el caso de Noaj, descrito “como único en su generación”. La Torá no nos cuenta nada acerca de su infancia, como en el caso de Moshé. No sabemos nada de su vida temprana. Cuando Dios lo llama, como ocurre al principio de la parashá de esta semana, a que deje su tierra, su lugar de nacimiento y la casa de su padre, no tenemos idea de por qué fue elegido.
Pero nunca hubo promesa más plenamente cumplida que las palabras que le dijo Dios cuando le cambió el nombre de Abram a Abraham:
“Porque te he hecho a ti padre de muchas naciones”.
Gen. 17:5
Hoy abarca 56 naciones islámicas, más de 80 cristianas y al Estado judío. Realmente Abraham resultó ser el padre de muchas naciones. Pero, ¿qué y quién era Abraham? ¿Por qué fue elegido para este rol ejemplar? Hay tres famosos retratos de Abraham. El primero es un Midrash que aprendimos de niños. Abraham, habiéndose quedado solo con los ídolos de su padre, los destroza con un martillo, dejándolo en la mano del ídolo más grande. Su padre Teraj entra, ve la destrucción y pregunta quién fue el causante, y el joven Abraham le contesta: “¿No lo ves? El martillo está en manos del ídolo más grande. Debe de haber sido él.” A lo que Teraj le replica, “pero un ídolo es sólo madera y piedra.” “Y entonces,” contesta Abraham, “¿cómo los puedes adorar?”[1]
Este es Abraham el iconoclasta, el destructor de imágenes, el hombre que aun siendo joven se rebela contra lo pagano, contra el mundo politeísta de semidioses y demonios, superstición y magia.
El segundo es más obsesionante y enigmático. Según el Midrash, Abraham es como un viajero que observa a un palacio que está en llamas.
Y se pregunta: “¿Es posible que ese palacio carezca de dueño?” El dueño del palacio lo mira y le dice: “Yo soy el dueño del palacio.” Por lo que Abraham nuestro padre le pregunta, “¿Es posible que el mundo no tenga quien lo gobierne?” Dios lo miró y le dijo “Yo soy el gobernante, el Soberano del universo.”
Midrash Bereshit Rabá 38:13
Este es un pasaje extraordinario. Abraham ve el orden de la naturaleza, el elegante diseño del universo. Es como un palacio. Debe haber sido construido por alguien para alguien. Pero el palacio está en llamas. ¿Cómo puede ser? El dueño debería estar combatiendo las llamas. No se deja a un palacio vacío y sin custodia. Pero el dueño lo llama a él, como Dios llamó a Abraham, pidiendo que lo ayude a apagar el fuego.
Dios nos necesita para combatir el instinto destructivo del corazón humano. Éste es Abraham, el que lucha contra la injusticia, el hombre que ve la belleza natural del universo desfigurada por los sufrimientos causados por el hombre contra el hombre.
Por último está la tercera imagen, esta vez la de Moisés Maimónides:
Después de dejar de amamantar, siendo aún un niño la mente de Abraham comenzó a reflexionar. Día y noche pensaba y se preguntaba, “¿Cómo es posible que la esfera celestial pueda estar guiando constantemente al mundo y que no haya nadie que a su vez la guíe y la haga girar, ya que no puede ser que se haga girar a sí misma?” Él no tuvo maestro, nadie que lo instruyera sobre ningún tema. En Ur de los caldeos, estaba rodeado de tontos idólatras. Su padre, su madre y toda la nación adoraban a ídolos, y él hacía lo mismo junto a ellos. Pero su mente estaba en constante y activa reflexión, hasta que llegó al camino de la verdad, hasta que encontró la línea de pensamiento correcta, y supo que hay un solo Dios que guía las esferas celestiales, que creó todo, que junta a todo lo que existe, que no hay otro Dios a Su lado.
Maimónides, Hiljot Avodat Kojavim 1:3
Este es Abraham el filósofo, anticipándose a Aristóteles, utilizando un argumento metafísico para comprobar la existencia de Dios.
Tres imágenes de Abraham; tres versiones, quizás, de lo que significa ser judío. La primera ve a los judíos como iconoclastas, desafiando a los ídolos de la época. Hasta los judíos seculares que se distanciaron del judaísmo se encuentran entre los descollantes pensadores modernos más revolucionarios, como Spinoza, Marx y Freud. Thorstein Veblen escribió en un ensayo sobre “la preeminencia intelectual de los judíos”, que el judío se vuelve “un perturbador de la paz intelectual… un errante en la ‘tierra de nadie’ del pensamiento, buscando un nuevo lugar de descanso, más allá del camino, en algún lugar sobre el horizonte.”
El segundo ve la identidad judía en términos de tzedek u-mishpat, el compromiso con la justicia social. Albert Einstein mencionó “el casi fanático amor por la justicia” como una de “las características de la tradición judía, que me hacen agradecer a las estrellas el hecho de pertenecer a ella.”
La tercera nos recuerda que los pensadores griegos Teofrasto y Clearco, discípulos de Aristóteles, hablaban de los judíos como una nación de filósofos.
Por lo tanto todas estas visiones son verdaderas y profundas. Sólo comparten una limitación. No hay evidencia ninguna de ellas en la Torá. Yehoshúa se refiere a Teraj, el padre de Abraham como idólatra. (Yehos. 24:2), pero no está mencionado en Bereshit.
La historia del palacio en llamas quizás esté basada en el desafío de Abraham a Dios por la intención de destruir a Sodoma y las ciudades de la llanura: “¿Será que el juez de toda la Tierra no haga justicia?” En cuanto a “Abraham como Aristóteles”, está basado en la antigua tradición de que la filosofía griega (especialmente Pitágoras) deriva su sabiduría de los judíos, pero esto tampoco está insinuado en ningún lado en la Torá.
Entonces, ¿qué es lo que dice la Torá de Abraham? La respuesta es inesperada y muy movilizadora. Abraham es elegido sencillamente como padre. El “Ab” de Abram/Abraham significa “padre”. En el único versículo en que la Torá explica la elección de Abraham, dice:
Porque Yo lo he elegido a él, para que dirija a sus hijos y a su familia tras de sí para mantener el camino del Señor, haciendo lo que es correcto y justo, para que el Señor le dé a Abraham lo que Él le prometió.
Gen. 18:19
Las escenas centrales de la vida de Abraham – la espera de un hijo, el nacimiento de Ismael, la tensión entre Sara y Hagar, el nacimiento de Itzjak y las ligaduras – todos tienen que ver con su rol de padre (la semana que viene trataré el perturbador episodio de las ligaduras).
El judaísmo, más que en cualquier otra fe, ve en la paternidad el mayor de todos los desafíos. En el primer día de Rosh Hashaná – el aniversario de la creación – leemos sobre dos madres, Sara y Jana, y el nacimiento de sus hijos, como diciendo: cada vida es un universo. Por eso, si se quiere comprender la creación del universo, es necesario pensar en el nacimiento de un niño.
Abraham, el héroe de la fe, es simplemente un padre. Stephen Hawking escribió su famosa frase al final de Una Breve Historia del Tiempo, que si tuviéramos una Teoría Unificada de Campo, una “teoría científica de todo”, podríamos “conocer la mente de Dios.” Nosotros creemos otra cosa. Para conocer la mente de Dios no necesitamos la física teórica. Simplemente necesitamos saber lo que significa ser padre. El milagro del nacimiento de un niño es lo más próximo de lo que disponemos para comprender el “amor que trae una nueva vida al mundo” que es la creatividad de Dios.
Hay un pasaje fascinante del libro de Yossi Klein Halevi sobre cristianos y musulmanes en la tierra de Israel, A la Entrada del Jardín del Edén. Visitando un convento, una monja, María Teresa, le dijo:
“Yo observo a las familias que nos visitan los fines de semana. Cómo los padres tratan a sus hijos, cómo les hablan con paciencia y animándolos a hacer preguntas inteligentes. La fortaleza de este pueblo está en el amor de los padres por sus hijos. No sólo las madres sino también los padres. Un niño judío tiene dos madres.”
El judaísmo toma lo natural y lo santifica; lo físico lo invierte en espiritualidad; lo que es considerado normal lo ve como un milagro. Lo que Darwin vio como urgencia en reproducción, lo que Richard Dawkins llamó “el gen egoísta”, es para el judaísmo un arte religioso, lleno de dramatismo y hermosura. Abraham el padre, y Sara la madre, son nuestros modelos perdurables de paternidad como un regalo de Dios a nuestra vocación más elevada.
¿Cuáles crees que son los aspectos más desafiantes y más reconfortantes de la paternidad?
¿Con cuál de las tres identidades de Abraham te identificas, y por qué?
¿Cómo crees que el acto de dar el nombre, como en la transformación de Abram en Abraham y Sarai en Sara, transforma o redefine el destino o el propósito en la vida de una persona?
El ser un padre judío
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El hombre más influyente que ha vivido no aparece en ninguna lista, de las que yo haya visto, de los cien hombres más influyentes que han vivido. No reinó sobre ningún imperio, no comandó ningún ejército ni participó en actos de heroísmo en el campo de batalla, no hizo ningún milagro, no anunció profecía alguna, no lideró una vasta masa de seguidores ni tuvo discípulos más que su propio hijo. Pero más de la mitad de los miles de millones de personas que habitan el planeta se identifican como sus herederos.
Su nombre, por supuesto, es Abraham. Considerado fundador de las tres grandes religiones monoteístas: el judaísmo, el cristianismo y el Islam. No encaja con ningún estereotipo convencional. No fue, como el caso de Noaj, descrito “como único en su generación”. La Torá no nos cuenta nada acerca de su infancia, como en el caso de Moshé. No sabemos nada de su vida temprana. Cuando Dios lo llama, como ocurre al principio de la parashá de esta semana, a que deje su tierra, su lugar de nacimiento y la casa de su padre, no tenemos idea de por qué fue elegido.
Pero nunca hubo promesa más plenamente cumplida que las palabras que le dijo Dios cuando le cambió el nombre de Abram a Abraham:
Hoy abarca 56 naciones islámicas, más de 80 cristianas y al Estado judío. Realmente Abraham resultó ser el padre de muchas naciones. Pero, ¿qué y quién era Abraham? ¿Por qué fue elegido para este rol ejemplar? Hay tres famosos retratos de Abraham. El primero es un Midrash que aprendimos de niños. Abraham, habiéndose quedado solo con los ídolos de su padre, los destroza con un martillo, dejándolo en la mano del ídolo más grande. Su padre Teraj entra, ve la destrucción y pregunta quién fue el causante, y el joven Abraham le contesta: “¿No lo ves? El martillo está en manos del ídolo más grande. Debe de haber sido él.” A lo que Teraj le replica, “pero un ídolo es sólo madera y piedra.” “Y entonces,” contesta Abraham, “¿cómo los puedes adorar?”[1]
Este es Abraham el iconoclasta, el destructor de imágenes, el hombre que aun siendo joven se rebela contra lo pagano, contra el mundo politeísta de semidioses y demonios, superstición y magia.
El segundo es más obsesionante y enigmático. Según el Midrash, Abraham es como un viajero que observa a un palacio que está en llamas.
Este es un pasaje extraordinario. Abraham ve el orden de la naturaleza, el elegante diseño del universo. Es como un palacio. Debe haber sido construido por alguien para alguien. Pero el palacio está en llamas. ¿Cómo puede ser? El dueño debería estar combatiendo las llamas. No se deja a un palacio vacío y sin custodia. Pero el dueño lo llama a él, como Dios llamó a Abraham, pidiendo que lo ayude a apagar el fuego.
Dios nos necesita para combatir el instinto destructivo del corazón humano. Éste es Abraham, el que lucha contra la injusticia, el hombre que ve la belleza natural del universo desfigurada por los sufrimientos causados por el hombre contra el hombre.
Por último está la tercera imagen, esta vez la de Moisés Maimónides:
Este es Abraham el filósofo, anticipándose a Aristóteles, utilizando un argumento metafísico para comprobar la existencia de Dios.
Tres imágenes de Abraham; tres versiones, quizás, de lo que significa ser judío. La primera ve a los judíos como iconoclastas, desafiando a los ídolos de la época. Hasta los judíos seculares que se distanciaron del judaísmo se encuentran entre los descollantes pensadores modernos más revolucionarios, como Spinoza, Marx y Freud. Thorstein Veblen escribió en un ensayo sobre “la preeminencia intelectual de los judíos”, que el judío se vuelve “un perturbador de la paz intelectual… un errante en la ‘tierra de nadie’ del pensamiento, buscando un nuevo lugar de descanso, más allá del camino, en algún lugar sobre el horizonte.”
El segundo ve la identidad judía en términos de tzedek u-mishpat, el compromiso con la justicia social. Albert Einstein mencionó “el casi fanático amor por la justicia” como una de “las características de la tradición judía, que me hacen agradecer a las estrellas el hecho de pertenecer a ella.”
La tercera nos recuerda que los pensadores griegos Teofrasto y Clearco, discípulos de Aristóteles, hablaban de los judíos como una nación de filósofos.
Por lo tanto todas estas visiones son verdaderas y profundas. Sólo comparten una limitación. No hay evidencia ninguna de ellas en la Torá. Yehoshúa se refiere a Teraj, el padre de Abraham como idólatra. (Yehos. 24:2), pero no está mencionado en Bereshit.
La historia del palacio en llamas quizás esté basada en el desafío de Abraham a Dios por la intención de destruir a Sodoma y las ciudades de la llanura: “¿Será que el juez de toda la Tierra no haga justicia?” En cuanto a “Abraham como Aristóteles”, está basado en la antigua tradición de que la filosofía griega (especialmente Pitágoras) deriva su sabiduría de los judíos, pero esto tampoco está insinuado en ningún lado en la Torá.
Entonces, ¿qué es lo que dice la Torá de Abraham? La respuesta es inesperada y muy movilizadora. Abraham es elegido sencillamente como padre. El “Ab” de Abram/Abraham significa “padre”. En el único versículo en que la Torá explica la elección de Abraham, dice:
Las escenas centrales de la vida de Abraham – la espera de un hijo, el nacimiento de Ismael, la tensión entre Sara y Hagar, el nacimiento de Itzjak y las ligaduras – todos tienen que ver con su rol de padre (la semana que viene trataré el perturbador episodio de las ligaduras).
El judaísmo, más que en cualquier otra fe, ve en la paternidad el mayor de todos los desafíos. En el primer día de Rosh Hashaná – el aniversario de la creación – leemos sobre dos madres, Sara y Jana, y el nacimiento de sus hijos, como diciendo: cada vida es un universo. Por eso, si se quiere comprender la creación del universo, es necesario pensar en el nacimiento de un niño.
Abraham, el héroe de la fe, es simplemente un padre. Stephen Hawking escribió su famosa frase al final de Una Breve Historia del Tiempo, que si tuviéramos una Teoría Unificada de Campo, una “teoría científica de todo”, podríamos “conocer la mente de Dios.” Nosotros creemos otra cosa. Para conocer la mente de Dios no necesitamos la física teórica. Simplemente necesitamos saber lo que significa ser padre. El milagro del nacimiento de un niño es lo más próximo de lo que disponemos para comprender el “amor que trae una nueva vida al mundo” que es la creatividad de Dios.
Hay un pasaje fascinante del libro de Yossi Klein Halevi sobre cristianos y musulmanes en la tierra de Israel, A la Entrada del Jardín del Edén. Visitando un convento, una monja, María Teresa, le dijo:
El judaísmo toma lo natural y lo santifica; lo físico lo invierte en espiritualidad; lo que es considerado normal lo ve como un milagro. Lo que Darwin vio como urgencia en reproducción, lo que Richard Dawkins llamó “el gen egoísta”, es para el judaísmo un arte religioso, lleno de dramatismo y hermosura. Abraham el padre, y Sara la madre, son nuestros modelos perdurables de paternidad como un regalo de Dios a nuestra vocación más elevada.
[1] Midrash Bereshit Rabá 38:13
Un relato de cuatro ciudades
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