El capítulo siguiente

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Una de las características más sorprendentes del judaísmo en contraste con, digamos, el cristianismo o el islam, es que es imposible responder la pregunta: ¿quién es el personaje central en el drama de la fe? En los otros dos monoteísmos abrahámicos la respuesta es obvia. En el judaísmo, es exactamente lo contrario. ¿Es Abraham, el fundador de la familia del pacto? ¿Es Yaakov, que dio su nombre Israel a nuestro pueblo y nuestra tierra? ¿Moshé, el liberador y dador de leyes? ¿David, el más grande de los reyes de Israel? ¿Salomón, constructor del Templo y autor de su literatura de sabiduría? ¿Isaías, el poeta laureado de la esperanza? Y entre las mujeres encontramos una riqueza y diversidad similares.

Es como si el nacimiento del monoteísmo – la unidad sin concesiones de las fuerzas de la creación, de la revelación y redención que trabajan en el universo – creó un espacio para que la diversidad completa de la condición humana pueda emerger. Entonces Abraham, cuya vida llega a su fin en la parashá de esta semana, es un individuo más que un arquetipo. Ni Itzjak ni Yaakov – y nadie más para el caso – son como él. Y eso nos golpea en la completa serenidad del final de su vida. En una serie de viñetas, lo vemos, sabio y mirando hacia adelante, cuidando el futuro, atando los cabos sueltos de una vida de promesas postergadas.

Primero, hace la primera compra de un terreno en la tierra que se le ha asegurado un día pertenecería a sus descendientes. A continuación, sin dejar nada librado al azar, concierta una esposa para Itzjak, el hijo que él sabe será el heredero del pacto.

Sorprendentemente, continúa lleno de vigor y toma una nueva esposa, con la cual tiene seis hijos. A continuación, para evitar cualquier disputa acerca de la sucesión o herencia, le da presentes a los seis y los envía lejos antes de morir. Finalmente leemos acerca de su muerte, la descripción más serena de la muerte en la Torá:

Entonces Abraham dio su último respiro y murió a una edad muy avanzada, un hombre viejo y lleno de años buenos; y fue reunido con su gente.

Gén. 25:8

Uno se siente tentado a olvidar cuanta angustia sufrió a lo largo de su vida: la dolorosa separación de “la casa de su padre,” los conflictos y agravios de su sobrino Lot, las dos ocasiones en que debe abandonar la tierra por la hambruna que hacen que tema por su vida, la larga espera por un hijo, el conflicto entre Sara y Hagar, y las dos pruebas de tener que echar a Ishmael y aparentemente casi perder a Itzjak también.

De alguna manera, detectamos en Abraham la belleza y el poder de una fe que coloca su confianza en Dios, en forma tan absoluta que no hay aprehensión ni miedo. Abraham no es un hombre sin emociones. Sentimos su angustia al desplazar a Ishmael y su protesta contra la aparente injusticia de la destrucción de Sodoma. Pero se coloca a sí mismo en las manos de Dios. Hace lo que le corresponde hacer, y confía en Dios para que Él haga lo que Él dijo que haría. Hay algo sublime acerca de su fe.

Sin embargo la Torá – incluso en la parashá de esta semana, después de la prueba suprema de la Atadura de Itzjak – nos da un vistazo de los constantes desafíos a su fe. Sara murió. Abraham no tiene dónde sepultarla. Una vez tras otra, Dios le ha prometido la tierra: tan pronto llega a Canaan leemos: “El señor se apareció ante Abram y dijo: ‘A tu descendencia daré esta tierra para que tomen posesión de ella.” (Gén. 12:7)

En el capítulo siguiente, después de haberse separado de Lot, Dios dice “Anda, camina a lo largo y lo ancho de la tierra, ya que te la estoy entregando a tí.” (Gén 13:17). Y nuevamente dos capítulos más adelante, “Yo soy el Señor, que te sacó de Ur de los caldeos para darte esta tierra para que tomes posesión de ella.” (Gén. 15:7)

Y así, siete veces en total. Sin embargo, Abraham no tiene siquiera un centímetro cuadrado en el cual dar sepultura a su esposa. Esto prepara la escena para uno de los encuentros más complejos en Bereshit, en el que Abraham negocia por el derecho a comprar un campo y una cueva.

Es imposible hacerle justicia al trasfondo de este intercambio fascinante en tan poco espacio. He aquí cómo comienza:

Entonces Abraham se levantó de su difunto, y habló a los hititas diciendo: “Soy un extranjero y un extraño entre ustedes. Vendanme un terreno para usar de sitio de entierro para que pueda enterrar a mi difunto.” Los hititas respondieron a Abraham: “Escúchanos, mi señor. Eres un príncipe de Dios entre nosotros. Entierra a tu difunto entre las mejores de nuestras tumbas. Ninguno de nosotros rehusará su tumba para que tú entierres a tus muertos.”

Gén. 23:3-6

Abraham da a entender su impotencia relativa. Puede que sea rico. Tiene grandes rebaños y ganado. Sin embargo no tiene el derecho legal a poseer tierra. Es “un extraño y un extranjero.” Los hititas, con una diplomacia exquisita, responden con aparente generosidad pero evitan su pedido. Por supuesto, dicen, entierra a tu difunto, pero para eso no necesitas poseer la tierra. Te permitiremos enterrarla, pero la tierra seguirá siendo nuestra. Incluso entonces no se comprometen. Usan una doble negación “ninguno de nosotros se rehusará…” Este es el comienzo de un minué. Abraham, con una cortesía que iguala a la de ellos, se rehúsa a ver su atención desviada:

Entonces Abraham se levantó y se prosternó ante el pueblo de la tierra, los hititas. Él les dijo: “Si están dispuestos a dejarme enterrar a mi difunto, entonces escuchenme e intercedan por mí ante Efrón hijo de Zohar para que el me venda la cueva de Majpelá, que le pertenece y se encuentra al final de su campo. Pidanle que me la venda por el valor total como lugar de entierro entre ustedes.

Gén. 23:7-9

Toma su comentario impreciso y le da una definición precisa. Si están de acuerdo en que yo entierre a mis muertos, entonces deben estar de acuerdo en que debería poder comprar la tierra en la que hacerlo. Y si dicen que nadie me rechazará, entonces no tendrán objeción en persuadir al hombre al que pertenece la tierra que quiero comprar.

Efrón el hitita estaba sentado entre su pueblo y respondió a Abraham donde todos los hititas que habían venido a las puertas de su ciudad podrían escucharlo. “No, mi señor,” dijo. “Escúchame; te entrego el campo, y te entrego la cueva que está en él. Te los entrego en presencia de mi pueblo. Entierra a tu difunto.”

Una vez más, una demostración elaborada de generosidad que no es tal. Tres veces Efrón dijo “Te lo entrego,” pero no lo dijo en serio, y Abraham sabía que no lo dijo en serio.

Una vez más Abraham se prosternó ante el pueblo de la tierra y le dijo a Efrón donde todos podían escucharlo, “Escúchame, si lo harás. Pagaré el precio del campo. Acéptalo de mi parte para que pueda enterrar a mi difunto allí.” Efrón le respondió a Abraham, “Escúchame mi señor, la tierra vale cuatrocientos siclos de plata, ¿pero qué es eso entre tú y yo? Entierra a tu difunto.”

Lejos de regalar el campo, Efrón insiste en un precio inflado, mientras parece desestimarlo como una nimiedad “¿qué es esto entre tú y yo?” Abraham inmediatamente paga el precio, y el campo es finalmente suyo.

Lo que vemos en este breve pero hermosamente matizado pasaje es la completa vulnerabilidad de Abraham. A pesar de que los hombres locales parecen rendirle deferencias, él se encuentra totalmente a su merced. Debe recurrir a todos sus capacidades de negociación, y al final debe pagar una gran suma por una pequeña porción de tierra. Todo esto parece estar imposiblemente lejos de la visión que Dios había pintado para él de que toda la tierra sería un día el hogar de sus descendientes. Y sin embargo Abraham se siente satisfecho. El próximo capítulo comienza con las palabras:

Abraham era anciano y avanzado en años, y el Señor lo bendijo en todo.

Gén. 24:1

Esa es la fe de Abraham. El hombre al que le fueron prometidos tantos hijos como las estrellas del cielo tuvo un sólo hijo que continuara con el pacto. El hombre al que le fue prometida la tierra “desde el río de Egipto hasta el gran río, el Río Eufrates” (Gén. 15:18) ha adquirido un campo y una tumba. Pero eso es suficiente. La travesía ha comenzado. Abraham sabe que “no te corresponde a tí terminar la tarea.” Puede morir en paz.

Hay una frase que resalta en la negociación con los hititas. Ellos reconocen a Abraham, el extraño y extranjero, como “príncipe de Dios en nuestro seno.” El contraste con Lot no podría ser mayor. Recordemos que Lot abandonó aquello que lo distinguía. Hizo su hogar en Sodoma. Sus hijas se casaron con hombres locales. Él “se sentó en los portones” (Gén. 19:1) de la ciudad, implicando que se había convertido en uno de los ancianos o jueces. Sin embargo cuando se resistió a que el pueblo abusara de sus visitantes, ellos dijeron: “¡este sujeto vino aquí como un extranjero, y ahora quiere jugar a ser juez!” (Gén. 19:9)

Lot, que se había asimilado, fue puesto en vergüenza. Abraham, que peleó y rezó por sus vecinos, pero mantuvo su distancia y diferencias, fue respetado. Así fue entonces. Así es hoy. Los no judíos respetan a los judíos que respetan el judaísmo. Los no judíos no respetan a los judíos que no respetan el judaísmo. Entonces, al final de su vida, vemos a Abraham con dignidad, satisfecho, sereno. Hay muchos tipos de héroes en el judaísmo, pero pocos tan majestuosos como el hombre que escuchó por primera vez el llamado de Dios y comenzó la travesía que aún continuamos. 


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  1. ¿Consideras a Abraham una persona heroica? ¿Por qué?
  2. ¿Por qué crees que Abraham estaba tan determinado a comprar ese terreno?
  3. ¿Cuál es la mejor manera en que podemos escribir el próximo capítulo en la historia que comenzó con Abraham?

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