Ese mismo día el Señor habló a Moshé: “Sube a este monte de Abarim, el monte Nebo, que está en la tierra de Moab, frente a Jericó, y contempla la tierra de Canaán, que estoy dando a los hijos de Israel como posesión. Y muere en el monte al cual subes, y reúnete con tu pueblo… Pues verás la tierra sólo de lejos; no entrarás en la tierra que doy a los hijos de Israel.”
Deut. 32:48-52
Con estas palabras llega a su fin la vida del más grande héroe que el pueblo judío haya conocido: Moshé, el líder, el libertador, el legislador, el hombre que llevó a un grupo de esclavos a la libertad, transformó una colección conflictiva de individuos en una nación, y los convirtió en el pueblo de la eternidad.
Fue Moshé quien intercedió con Dios, realizó señales y prodigios, dio al pueblo sus leyes, luchó con ellos cuando pecaron, luchó por ellos al orar por el perdón Divino, entregó su vida por ellos y sufrió la desilusión de ver su corazón quebrantado cuando una y otra vez no estuvieron a la altura de sus grandes expectativas.
Cada época ha tenido su propia imagen de Moshé. Para los sabios más inclinados a lo místico, Moshé fue el hombre que ascendió al Cielo en el momento de la entrega de la Torá, donde tuvo que enfrentarse a los Ángeles que se oponían a la idea de que este precioso regalo fuese entregado a simples mortales. Dios dijo a Moshé que les respondiera, y él lo hizo de manera decisiva. “¿Acaso los ángeles trabajan que necesitan un día de descanso? ¿Tienen padres a quienes deben honrar? ¿Tienen inclinación al mal que necesitan ser advertidos: ‘No cometerás adulterio’?” (Shabat 88a). Moshé el Hombre vence a los Ángeles en debate.
Otros sabios fueron aún más radicales. Para ellos, Moshé fue Rabenu, “nuestro rabino”: no un rey, un líder político o militar, sino un erudito y maestro de la ley, un rol al que invistieron con una autoridad asombrosa. Llegaron incluso a decir que cuando Moshé oró para que Dios perdonara al pueblo por el Becerro de Oro, Dios respondió: “No puedo, pues ya he jurado: ‘El que sacrifique a cualquier dios será destruido’ (Éx. 22:19), y no puedo revocar Mi juramento.” Moshé replicó: “Maestro del Universo, ¿acaso no me has enseñado las leyes de la anulación de votos? Uno no puede anular su propio voto, pero un sabio sí puede hacerlo.” Y así Moshé anuló el voto de Dios (Shemot Rabbah 43:4).
Para Filón, el filósofo judío del siglo I de Alejandría, Moshé fue un rey-filósofo del tipo descrito en La República de Platón. Gobierna la nación, organiza sus leyes, instituye sus ritos y se conduce con dignidad y honor; es sabio, estoico y dueño de sí mismo. Es, por así decirlo, un Moshé griego, no muy distinto de la famosa escultura de Miguel Ángel.
Para Maimónides, Moshé fue radicalmente distinto de todos los demás profetas en cuatro aspectos. Primero, los demás recibían sus profecías en sueños o visiones, mientras que Moshé las recibía despierto. Segundo, a los demás Dios les hablaba en parábolas, indirectamente, pero a Moshé le habló de manera directa y clara. Tercero, los otros profetas estaban aterrados cuando Dios se les aparecía, pero de Moshé está escrito: “El Señor hablaba con Moshé cara a cara, como un hombre habla con su amigo” (Éx. 33:11).
Cuarto, otros profetas necesitaban largas preparaciones para escuchar la palabra Divina; Moshé hablaba con Dios cuando quería o necesitaba. Estaba “siempre preparado, como uno de los ángeles servidores” (Leyes de los Fundamentos de la Torá 7:6).
Y sin embargo, lo más conmovedor en el retrato de Moshé en la Torá es que se nos presenta como profundamente humano. Ninguna religión ha insistido con más profundidad y sistematicidad en la absoluta diferencia entre Dios y el hombre, el Cielo y la Tierra, lo infinito y lo finito. Otras culturas han difuminado ese límite, haciendo que ciertos seres humanos parezcan divinos, perfectos, infalibles. Existe tal tendencia – marginal, sin duda, pero nunca del todo ausente – dentro de la vida judía misma: ver a los sabios como santos, y a los grandes eruditos como ángeles, ignorando sus dudas y defectos, y convirtiéndolos en emblemas sobrehumanos de perfección. El Tanaj, sin embargo, es más grande que eso. Nos dice que Dios, que nunca deja de ser Dios, nunca nos pide ser más que simplemente humanos.
Moshé es un ser humano. Lo vemos desesperar y desear morir. Lo vemos perder la paciencia. Lo vemos al borde de perder la fe en el pueblo al que fue llamado a guiar. Lo vemos suplicar que se le permita cruzar el Jordán y entrar en la tierra hacia la cual ha conducido a su pueblo toda su vida. Moshé es el héroe de aquellos que luchan con el mundo tal como es y con las personas tal como son, sabiendo que “No te corresponde a ti completar la tarea, pero tampoco eres libre de apartarte de ella.”
La Torá insiste en que “hasta hoy nadie sabe dónde está su tumba” (Deut. 34:6), para evitar que su tumba se convirtiera en lugar de peregrinación o culto. Es demasiado fácil convertir a los seres humanos, después de su muerte, en santos o semidioses. Eso es precisamente lo que la Torá rechaza. “Todo ser humano” escribe Maimónides en sus Leyes del Arrepentimiento (5:2), “puede ser tan justo como Moshé o tan perverso como Jeroboam.”
Moshé no existe en el judaísmo como objeto de culto, sino como modelo al cual cada uno de nosotros puede aspirar. Es el símbolo eterno de un ser humano engrandecido por lo que luchó por alcanzar, no por lo que efectivamente logró. Los títulos que le confiere la Torá – “el hombre Moshé”, “siervo de Dios”, “un hombre de Dios” – son tanto más impresionantes por su modestia. Moshé continúa inspirando.
El 3 de abril de 1968, Martin Luther King pronunció un sermón en una iglesia de Memphis, Tennessee. Al final de su discurso, se refirió al último día de la vida de Moshé, cuando el hombre que había conducido a su pueblo a la libertad fue llevado por Dios a la cima de un monte desde el cual pudo ver a lo lejos la tierra a la que no estaba destinado a entrar. Eso, dijo King, era lo que él sentía esa noche:
Solo quiero hacer la voluntad de Dios. Y Él me ha permitido subir a la montaña. Y he mirado más allá. Y he visto la tierra prometida. Puede que yo no llegue allí con ustedes. Pero quiero que sepan esta noche que nosotros, como pueblo, llegaremos a la tierra prometida.
Esa noche fue la última de su vida. Al día siguiente fue asesinado. Al final, el aún joven predicador cristiano – no había cumplido cuarenta años – que había liderado el movimiento por los derechos civiles en Estados Unidos, no se identificó con una figura cristiana sino con Moshé.
Al final, el poder de la historia de Moshé está precisamente en que afirma nuestra mortalidad. Existen muchas explicaciones de por qué a Moshé no se le permitió entrar en la Tierra Prometida. Yo he sostenido que fue simplemente porque “cada generación tiene sus líderes” (Avodá Zará 5a), y la persona con la capacidad de liberar a un pueblo de la esclavitud no es necesariamente la que posee las habilidades necesarias para conducir a la siguiente generación frente a sus propios y muy distintos desafíos. No existe una forma ideal de liderazgo que sea válida para todos los tiempos y situaciones.
Franz Kafka expresó una verdad distinta, pero no menos poderosa:
Él estuvo en camino hacia Canaán toda su vida; es increíble que viera la tierra sólo al borde de la muerte. Esa visión moribunda de ella sólo puede estar destinada a ilustrar cuán incompleto es el instante que llamamos vida humana; incompleto porque una vida así podría durar eternamente y aún ser solo un instante. Moshé no logra entrar en Canaán no porque su vida haya sido demasiado corta, sino porque es una vida humana.
¿Qué nos dice entonces la historia de Moshé? Que es correcto luchar por la justicia incluso contra regímenes que parecen indestructibles. Que Dios está con nosotros cuando nos alzamos contra la opresión. Que debemos tener fe en aquellos a quienes guiamos, y que cuando dejamos de tener fe en ellos ya no podemos guiarlos. Que el cambio, aunque lento, es real, y que las personas son transformadas por ideales elevados aunque esto tome siglos.
En una de sus afirmaciones más poderosas sobre Moshé, la Torá declara que él “tenía ciento veinte años cuando murió, pero sus ojos no se habían oscurecido ni se había debilitado su vigor” (Deut. 34:8). Antes pensaba que eran simplemente dos frases consecutivas, hasta que comprendí que la primera explicaba la segunda. ¿Por qué su vigor no se había debilitado? Porque sus ojos no se habían oscurecido: porque nunca perdió los ideales de su juventud. Aunque a veces perdió la fe en sí mismo y en su capacidad de liderazgo, nunca perdió la fe en la causa: en Dios, en el servicio, en la libertad, en lo correcto, en lo bueno y en lo sagrado. Sus palabras al final de su vida fueron tan apasionadas como lo habían sido al comienzo.
Ese es Moshé, el hombre que se negó a “irse mansamente hacia esa oscura noche”, el símbolo eterno de cómo un ser humano, sin dejar nunca de ser humano, puede convertirse en un gigante de la vida moral. Esa es la grandeza y la humildad de aspirar a ser “un siervo de Dios.”
[1] Franz Kafka, Diaries 1914 – 1923, ed. Max Brod, trans. Martin Greenberg and Hannah Arendt, New York, Schocken, 1965, 195-96.
¿Qué enseñanza de la vida de Moshé consideras más importante para la gente de hoy?
¿Ver el costado humano de Moshé lo hace menos impresionante para ti, o más cercano?
Martin Luther King Jr. se comparó con Moshé. ¿Qué nos dice eso acerca del poder universal de su historia?
Moshé, el Hombre
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Con estas palabras llega a su fin la vida del más grande héroe que el pueblo judío haya conocido: Moshé, el líder, el libertador, el legislador, el hombre que llevó a un grupo de esclavos a la libertad, transformó una colección conflictiva de individuos en una nación, y los convirtió en el pueblo de la eternidad.
Fue Moshé quien intercedió con Dios, realizó señales y prodigios, dio al pueblo sus leyes, luchó con ellos cuando pecaron, luchó por ellos al orar por el perdón Divino, entregó su vida por ellos y sufrió la desilusión de ver su corazón quebrantado cuando una y otra vez no estuvieron a la altura de sus grandes expectativas.
Cada época ha tenido su propia imagen de Moshé. Para los sabios más inclinados a lo místico, Moshé fue el hombre que ascendió al Cielo en el momento de la entrega de la Torá, donde tuvo que enfrentarse a los Ángeles que se oponían a la idea de que este precioso regalo fuese entregado a simples mortales. Dios dijo a Moshé que les respondiera, y él lo hizo de manera decisiva. “¿Acaso los ángeles trabajan que necesitan un día de descanso? ¿Tienen padres a quienes deben honrar? ¿Tienen inclinación al mal que necesitan ser advertidos: ‘No cometerás adulterio’?” (Shabat 88a). Moshé el Hombre vence a los Ángeles en debate.
Otros sabios fueron aún más radicales. Para ellos, Moshé fue Rabenu, “nuestro rabino”: no un rey, un líder político o militar, sino un erudito y maestro de la ley, un rol al que invistieron con una autoridad asombrosa. Llegaron incluso a decir que cuando Moshé oró para que Dios perdonara al pueblo por el Becerro de Oro, Dios respondió: “No puedo, pues ya he jurado: ‘El que sacrifique a cualquier dios será destruido’ (Éx. 22:19), y no puedo revocar Mi juramento.” Moshé replicó: “Maestro del Universo, ¿acaso no me has enseñado las leyes de la anulación de votos? Uno no puede anular su propio voto, pero un sabio sí puede hacerlo.” Y así Moshé anuló el voto de Dios (Shemot Rabbah 43:4).
Para Filón, el filósofo judío del siglo I de Alejandría, Moshé fue un rey-filósofo del tipo descrito en La República de Platón. Gobierna la nación, organiza sus leyes, instituye sus ritos y se conduce con dignidad y honor; es sabio, estoico y dueño de sí mismo. Es, por así decirlo, un Moshé griego, no muy distinto de la famosa escultura de Miguel Ángel.
Para Maimónides, Moshé fue radicalmente distinto de todos los demás profetas en cuatro aspectos. Primero, los demás recibían sus profecías en sueños o visiones, mientras que Moshé las recibía despierto. Segundo, a los demás Dios les hablaba en parábolas, indirectamente, pero a Moshé le habló de manera directa y clara. Tercero, los otros profetas estaban aterrados cuando Dios se les aparecía, pero de Moshé está escrito: “El Señor hablaba con Moshé cara a cara, como un hombre habla con su amigo” (Éx. 33:11).
Cuarto, otros profetas necesitaban largas preparaciones para escuchar la palabra Divina; Moshé hablaba con Dios cuando quería o necesitaba. Estaba “siempre preparado, como uno de los ángeles servidores” (Leyes de los Fundamentos de la Torá 7:6).
Y sin embargo, lo más conmovedor en el retrato de Moshé en la Torá es que se nos presenta como profundamente humano. Ninguna religión ha insistido con más profundidad y sistematicidad en la absoluta diferencia entre Dios y el hombre, el Cielo y la Tierra, lo infinito y lo finito. Otras culturas han difuminado ese límite, haciendo que ciertos seres humanos parezcan divinos, perfectos, infalibles. Existe tal tendencia – marginal, sin duda, pero nunca del todo ausente – dentro de la vida judía misma: ver a los sabios como santos, y a los grandes eruditos como ángeles, ignorando sus dudas y defectos, y convirtiéndolos en emblemas sobrehumanos de perfección. El Tanaj, sin embargo, es más grande que eso. Nos dice que Dios, que nunca deja de ser Dios, nunca nos pide ser más que simplemente humanos.
Moshé es un ser humano. Lo vemos desesperar y desear morir. Lo vemos perder la paciencia. Lo vemos al borde de perder la fe en el pueblo al que fue llamado a guiar. Lo vemos suplicar que se le permita cruzar el Jordán y entrar en la tierra hacia la cual ha conducido a su pueblo toda su vida. Moshé es el héroe de aquellos que luchan con el mundo tal como es y con las personas tal como son, sabiendo que “No te corresponde a ti completar la tarea, pero tampoco eres libre de apartarte de ella.”
La Torá insiste en que “hasta hoy nadie sabe dónde está su tumba” (Deut. 34:6), para evitar que su tumba se convirtiera en lugar de peregrinación o culto. Es demasiado fácil convertir a los seres humanos, después de su muerte, en santos o semidioses. Eso es precisamente lo que la Torá rechaza. “Todo ser humano” escribe Maimónides en sus Leyes del Arrepentimiento (5:2), “puede ser tan justo como Moshé o tan perverso como Jeroboam.”
Moshé no existe en el judaísmo como objeto de culto, sino como modelo al cual cada uno de nosotros puede aspirar. Es el símbolo eterno de un ser humano engrandecido por lo que luchó por alcanzar, no por lo que efectivamente logró. Los títulos que le confiere la Torá – “el hombre Moshé”, “siervo de Dios”, “un hombre de Dios” – son tanto más impresionantes por su modestia. Moshé continúa inspirando.
El 3 de abril de 1968, Martin Luther King pronunció un sermón en una iglesia de Memphis, Tennessee. Al final de su discurso, se refirió al último día de la vida de Moshé, cuando el hombre que había conducido a su pueblo a la libertad fue llevado por Dios a la cima de un monte desde el cual pudo ver a lo lejos la tierra a la que no estaba destinado a entrar. Eso, dijo King, era lo que él sentía esa noche:
Esa noche fue la última de su vida. Al día siguiente fue asesinado. Al final, el aún joven predicador cristiano – no había cumplido cuarenta años – que había liderado el movimiento por los derechos civiles en Estados Unidos, no se identificó con una figura cristiana sino con Moshé.
Al final, el poder de la historia de Moshé está precisamente en que afirma nuestra mortalidad. Existen muchas explicaciones de por qué a Moshé no se le permitió entrar en la Tierra Prometida. Yo he sostenido que fue simplemente porque “cada generación tiene sus líderes” (Avodá Zará 5a), y la persona con la capacidad de liberar a un pueblo de la esclavitud no es necesariamente la que posee las habilidades necesarias para conducir a la siguiente generación frente a sus propios y muy distintos desafíos. No existe una forma ideal de liderazgo que sea válida para todos los tiempos y situaciones.
Franz Kafka expresó una verdad distinta, pero no menos poderosa:
¿Qué nos dice entonces la historia de Moshé? Que es correcto luchar por la justicia incluso contra regímenes que parecen indestructibles. Que Dios está con nosotros cuando nos alzamos contra la opresión. Que debemos tener fe en aquellos a quienes guiamos, y que cuando dejamos de tener fe en ellos ya no podemos guiarlos. Que el cambio, aunque lento, es real, y que las personas son transformadas por ideales elevados aunque esto tome siglos.
En una de sus afirmaciones más poderosas sobre Moshé, la Torá declara que él “tenía ciento veinte años cuando murió, pero sus ojos no se habían oscurecido ni se había debilitado su vigor” (Deut. 34:8). Antes pensaba que eran simplemente dos frases consecutivas, hasta que comprendí que la primera explicaba la segunda. ¿Por qué su vigor no se había debilitado? Porque sus ojos no se habían oscurecido: porque nunca perdió los ideales de su juventud. Aunque a veces perdió la fe en sí mismo y en su capacidad de liderazgo, nunca perdió la fe en la causa: en Dios, en el servicio, en la libertad, en lo correcto, en lo bueno y en lo sagrado. Sus palabras al final de su vida fueron tan apasionadas como lo habían sido al comienzo.
Ese es Moshé, el hombre que se negó a “irse mansamente hacia esa oscura noche”, el símbolo eterno de cómo un ser humano, sin dejar nunca de ser humano, puede convertirse en un gigante de la vida moral. Esa es la grandeza y la humildad de aspirar a ser “un siervo de Dios.”
[1] Franz Kafka, Diaries 1914 – 1923, ed. Max Brod, trans. Martin Greenberg and Hannah Arendt, New York, Schocken, 1965, 195-96.
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