Hay un aspecto del cristianismo que los judíos, si queremos ser honestos, debemos rechazar. Es un concepto que los cristianos, más notablemente el Papa Juan XXIII, también comenzaron a rechazar. Es el propio concepto de rechazo, la idea de que el cristianismo representa el rechazo de Dios del pueblo judio, el “antiguo Israel”.
Esto se conoce técnicamente como Teología de la Supresión o el Reemplazo, y se encuentra plasmado en frases como el nombre para la Biblia hebrea: “el Antiguo Testamento.” El Antiguo Testamento significa que el testamento, o pacto, una vez vigente ya no lo está. Según esta visión, Dios no quiere que Lo sirvamos en la forma judía, a través de los 613 mandamientos, sino de una nueva forma, a través de un Nuevo Testamento. Su antiguo pueblo elegido eran los descendientes físicos de Abraham. Su nuevo pueblo elegido son los descendientes espirituales de Abraham, en otras palabras, no los judíos sino los cristianos.
Los resultados de esta doctrina fueron devastadores. El historiador francés y sobreviviente del Holocausto Jules Isaac realizó una crónica de ellos. Recientemente, fueron presentados en trabajos como Faith and Fratricide (Fe y fratricidio) de Rosemary Ruether, y Constantine's Sword (La espada de Constantino) de James Carroll. Resultaron en siglos de persecución y en que los judíos fueran tratados como un pueblo de parias. Leer el trabajo de Jules Isaac produjo una profunda metanoia, o cambio en la postura, del Papa Juan XXIII, y derivó en última instancia en el Segundo Concilio Vaticano (1962-65) y la declaración Nostra Aetate, que transformó las relaciones entre la Iglesia Católica y los judíos.
No quiero explorar aquí las trágicas consecuencias de este credo, sino su insostenibilidad a la luz de las propias fuentes. Para nuestra sorpresa, la declaración clave ocurre en quizás el pasaje más oscuro de toda la Torá, las maldiciones de Bejukotai. Aquí, en términos lo más desoladores posibles, Moshé presenta las consecuencias de las decisiones que nosotros Israel tomamos. Si nos mantenemos fieles a Dios seremos bendecidos. Pero si no tenemos fe los resultados serán la derrota, la devastación, destrucción y desesperanza. La retórica es implacable, la advertencia inequívoca, la visión aterrorizante. Sin embargo, al final llegan estas palabras totalmente inesperadas:
Y a pesar de todo ello, cuando estén en la tierra de sus enemigos, Yo no los alejaré, y tampoco los aborreceré, para destruirlos completamente, y romper Mi pacto con ellos: porque Yo soy el Señor Su Dios. Pero recordaré por su bien el pacto de sus ancestros, a quienes saqué de la tierra de Egipto a la vista de los idólatras, para ser su Dios: Yo soy el Señor.
Lev. 26:44-45
El pueblo puede perder completamente la fe en Dios pero Dios nunca perderá la fe en el pueblo. Puede castigarlos pero Él no los abandonará. Puede juzgarlos duramente pero Él no olvidará a sus ancestros, que Lo siguieron, ni romperá el pacto que Él hizo con ellos. Dios no rompe Sus promesas, incluso si nosotros rompemos las nuestras.
El punto es fundamental. El Talmud describe una conversación entre exiliados judíos en Babilonia y un profeta:
Samuel dijo: Diez hombres vinieron y se sentaron delante del profeta. Él les dijo: “Regresen y arrepiéntanse.” Ellos respondieron: “Si un maestro vende a su esclavo, o un esposo divorcia a su esposa, ¿tienen derechos uno sobre el otro?” Entonces el Santo Bendito Sea dijo al profeta: “Ve y diles: ‘Así dice el Señor: ¿Dónde está el certificado de divorcio de tu madre con el cuál la desterré? ¿O a cuál de Mis acreedores te he vendido? Debido a tus pecados fuiste vendido, debido a tus transgresiones tu madre fue desterrada.”
Is. 50:1, Sanedrín 105a
El Talmud pone en las bocas de los exiliados un argumento repetido más tarde por Spinoza, la insinuación de que el propio hecho del exilio dio por terminado el pacto entre Dios y el pueblo judío. Dios los ha rescatado de Egipto y por lo tanto se ha convertido, en el sentido fuerte, en su único Soberano, su Rey. Pero ahora, habiendo permitido que sufran el exilio, Él los ha abandonado y ahora están bajo la soberanía de otro rey, el gobernante de Babilonia. Es como si Él los hubiera vendido a otro maestro, o como si Israel fuera una esposa a la que Dios ha divorciado. Habiendolos vendido o divorciado, Dios ya no tiene derecho a reclamarlos.
Es precisamente esto lo que el versículo en Isaías niega – “¿Dónde está el certificado de divorcio de tu madre con el cuál la desterré? ¿O a cuál de Mis acreedores te he vendido?”. Dios no ha divorciado, vendido o abandonado a Su pueblo. Ese es también el significado de la promesa al final de las maldiciones de Bejukotai: “Y a pesar de todo ello, cuando estén en la tierra de sus enemigos, Yo no los alejaré, … y romper Mi pacto con ellos: porque Yo soy el Señor Su Dios.” Dios puede enviar a Su pueblo al exilio pero siguen siendo Su pueblo, y Él los traerá de vuelta.
Este también es el significado de la gran profecía en Jeremías:
Esto es lo que dice el Señor, Él, quien designa al sol para que alumbre durante el día, el que decreta que la luna y las estrellas brillen en la noche, quien provoca el movimiento del mar para que sus olas rujan – el Señor Todopoderoso es Su nombre:
“¿Sólo si estos decretos desaparecen frente a Mi vista,” declara el Señor, “Israel dejará de ser una nación frente a mí?”
Esto es lo que el Señor dice: “¡Sólo si los cielos en lo alto pueden ser medidos, y las fundaciones de la tierra en lo bajo pueden ser exploradas, Yo rechazaré a los descendientes de Israel por lo que ellos han hecho!
Jer. 31:35-37
Un tema central en la Torá, y en el Tanaj como un todo, es el rechazo del rechazo. Dios rechaza a la humanidad, salvando sólo a Noaj, cuando ve un mundo lleno de violencia. Sin embargo, después del diluvio promete “Nunca más maldeciré la tierra debido a los humanos, aunque toda inclinación del corazón humano es hacia la maldad desde la niñez. Y nunca más destruiré a todas las criaturas vivientes, como He hecho.” (Gén. 8:21). Este es el primer rechazo al rechazo.
Entonces viene la serie de rivalidades entre hermanos. El pacto continúa a través de Itzjak, no Ishmael; de Yaakov, no de Esav. Pero Dios escucha el llanto de Hagar y de Ishmael. Implícitamente escucha el de Esav, porque más tarde Él ordena: “No odies al edomita (el descendiente de Esav) porque él es tu hermano” (Deut. 23:7). Finalmente Dios da lugar a que Leví, uno de los hijos que Yaakov maldice en su lecho de muerte, “Maldita sea su ira, tan intensa, y su furia, tan cruel” (Gén. 49:6), se convierta el padre de los líderes espirituales de Israel, Moshé, Aarón y Miriam. De aquí en adelante, todo Israel es elegido. Este es el segundo rechazo del rechazo.
Aun cuando Israel sufre el exilio y se encuentra en “la tierra de sus enemigos” siguen siendo los hijos del pacto de Dios, que Él no romperá porque Dios no abandona a Su pueblo. Pueden haber perdido la fe en Él. Pero Él no perderá la fe en ellos. Este es el tercer rechazo del rechazo, declarado en nuestra parashá, reiterado en Isaías, Jeremías y Ezequiel, axiomático a nuestra fe en un Dios que mantiene Sus promesas.
Por lo tanto la afirmación sobre la que se basa la teología de la Supresión o el Reemplazo – que Dios rechaza a Su pueblo porque ellos Lo rechazaron a Él – es impensable en términos del monoteísmo abráhamico. Dios mantiene Su palabra incluso si otros rompen la suya propia. Dios no abandona, ni abandonará, a Su pueblo. El pacto con Abraham, al que le fue dado contenido en Monte Sinaí, y renovado en cada punto crítico en la historia de Israel desde entonces, sigue vigente, ilimitado, incondicional, e inquebrantable.
El Antiguo Testamento no es antiguo. El pacto de Dios con el pueblo judío sigue vivo, sigue siendo fuerte. El reconocimiento de este hecho ha transformado la relación entre cristianos y judíos y ha ayudado a limpiar muchos siglos de lágrimas.
¿Cómo entiendes la idea de un pacto inquebrantable entre Dios y el pueblo judío?
¿Qué podemos aprender del concepto de “rechazo al rechazo”, en relación a cómo tratamos a los otros, especialmente aquellos que son diferentes a nosotros?
¿Cómo podemos mantener nuestro compromiso con nuestra fe y nuestra herencia, incluso cuando es desafiante?
El rechazo del rechazo
פרשת בחוקתי
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Hay un aspecto del cristianismo que los judíos, si queremos ser honestos, debemos rechazar. Es un concepto que los cristianos, más notablemente el Papa Juan XXIII, también comenzaron a rechazar. Es el propio concepto de rechazo, la idea de que el cristianismo representa el rechazo de Dios del pueblo judio, el “antiguo Israel”.
Esto se conoce técnicamente como Teología de la Supresión o el Reemplazo, y se encuentra plasmado en frases como el nombre para la Biblia hebrea: “el Antiguo Testamento.” El Antiguo Testamento significa que el testamento, o pacto, una vez vigente ya no lo está. Según esta visión, Dios no quiere que Lo sirvamos en la forma judía, a través de los 613 mandamientos, sino de una nueva forma, a través de un Nuevo Testamento. Su antiguo pueblo elegido eran los descendientes físicos de Abraham. Su nuevo pueblo elegido son los descendientes espirituales de Abraham, en otras palabras, no los judíos sino los cristianos.
Los resultados de esta doctrina fueron devastadores. El historiador francés y sobreviviente del Holocausto Jules Isaac realizó una crónica de ellos. Recientemente, fueron presentados en trabajos como Faith and Fratricide (Fe y fratricidio) de Rosemary Ruether, y Constantine's Sword (La espada de Constantino) de James Carroll. Resultaron en siglos de persecución y en que los judíos fueran tratados como un pueblo de parias. Leer el trabajo de Jules Isaac produjo una profunda metanoia, o cambio en la postura, del Papa Juan XXIII, y derivó en última instancia en el Segundo Concilio Vaticano (1962-65) y la declaración Nostra Aetate, que transformó las relaciones entre la Iglesia Católica y los judíos.
No quiero explorar aquí las trágicas consecuencias de este credo, sino su insostenibilidad a la luz de las propias fuentes. Para nuestra sorpresa, la declaración clave ocurre en quizás el pasaje más oscuro de toda la Torá, las maldiciones de Bejukotai. Aquí, en términos lo más desoladores posibles, Moshé presenta las consecuencias de las decisiones que nosotros Israel tomamos. Si nos mantenemos fieles a Dios seremos bendecidos. Pero si no tenemos fe los resultados serán la derrota, la devastación, destrucción y desesperanza. La retórica es implacable, la advertencia inequívoca, la visión aterrorizante. Sin embargo, al final llegan estas palabras totalmente inesperadas:
El pueblo puede perder completamente la fe en Dios pero Dios nunca perderá la fe en el pueblo. Puede castigarlos pero Él no los abandonará. Puede juzgarlos duramente pero Él no olvidará a sus ancestros, que Lo siguieron, ni romperá el pacto que Él hizo con ellos. Dios no rompe Sus promesas, incluso si nosotros rompemos las nuestras.
El punto es fundamental. El Talmud describe una conversación entre exiliados judíos en Babilonia y un profeta:
El Talmud pone en las bocas de los exiliados un argumento repetido más tarde por Spinoza, la insinuación de que el propio hecho del exilio dio por terminado el pacto entre Dios y el pueblo judío. Dios los ha rescatado de Egipto y por lo tanto se ha convertido, en el sentido fuerte, en su único Soberano, su Rey. Pero ahora, habiendo permitido que sufran el exilio, Él los ha abandonado y ahora están bajo la soberanía de otro rey, el gobernante de Babilonia. Es como si Él los hubiera vendido a otro maestro, o como si Israel fuera una esposa a la que Dios ha divorciado. Habiendolos vendido o divorciado, Dios ya no tiene derecho a reclamarlos.
Es precisamente esto lo que el versículo en Isaías niega – “¿Dónde está el certificado de divorcio de tu madre con el cuál la desterré? ¿O a cuál de Mis acreedores te he vendido?”. Dios no ha divorciado, vendido o abandonado a Su pueblo. Ese es también el significado de la promesa al final de las maldiciones de Bejukotai: “Y a pesar de todo ello, cuando estén en la tierra de sus enemigos, Yo no los alejaré, … y romper Mi pacto con ellos: porque Yo soy el Señor Su Dios.” Dios puede enviar a Su pueblo al exilio pero siguen siendo Su pueblo, y Él los traerá de vuelta.
Este también es el significado de la gran profecía en Jeremías:
Un tema central en la Torá, y en el Tanaj como un todo, es el rechazo del rechazo. Dios rechaza a la humanidad, salvando sólo a Noaj, cuando ve un mundo lleno de violencia. Sin embargo, después del diluvio promete “Nunca más maldeciré la tierra debido a los humanos, aunque toda inclinación del corazón humano es hacia la maldad desde la niñez. Y nunca más destruiré a todas las criaturas vivientes, como He hecho.” (Gén. 8:21). Este es el primer rechazo al rechazo.
Entonces viene la serie de rivalidades entre hermanos. El pacto continúa a través de Itzjak, no Ishmael; de Yaakov, no de Esav. Pero Dios escucha el llanto de Hagar y de Ishmael. Implícitamente escucha el de Esav, porque más tarde Él ordena: “No odies al edomita (el descendiente de Esav) porque él es tu hermano” (Deut. 23:7). Finalmente Dios da lugar a que Leví, uno de los hijos que Yaakov maldice en su lecho de muerte, “Maldita sea su ira, tan intensa, y su furia, tan cruel” (Gén. 49:6), se convierta el padre de los líderes espirituales de Israel, Moshé, Aarón y Miriam. De aquí en adelante, todo Israel es elegido. Este es el segundo rechazo del rechazo.
Aun cuando Israel sufre el exilio y se encuentra en “la tierra de sus enemigos” siguen siendo los hijos del pacto de Dios, que Él no romperá porque Dios no abandona a Su pueblo. Pueden haber perdido la fe en Él. Pero Él no perderá la fe en ellos. Este es el tercer rechazo del rechazo, declarado en nuestra parashá, reiterado en Isaías, Jeremías y Ezequiel, axiomático a nuestra fe en un Dios que mantiene Sus promesas.
Por lo tanto la afirmación sobre la que se basa la teología de la Supresión o el Reemplazo – que Dios rechaza a Su pueblo porque ellos Lo rechazaron a Él – es impensable en términos del monoteísmo abráhamico. Dios mantiene Su palabra incluso si otros rompen la suya propia. Dios no abandona, ni abandonará, a Su pueblo. El pacto con Abraham, al que le fue dado contenido en Monte Sinaí, y renovado en cada punto crítico en la historia de Israel desde entonces, sigue vigente, ilimitado, incondicional, e inquebrantable.
El Antiguo Testamento no es antiguo. El pacto de Dios con el pueblo judío sigue vivo, sigue siendo fuerte. El reconocimiento de este hecho ha transformado la relación entre cristianos y judíos y ha ayudado a limpiar muchos siglos de lágrimas.
Los derechos de las minorías
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