Hay una imagen que nos atormenta desde hace milenios, cargada de emociones. Es la imagen de un hombre y su hijo, caminando lado a lado a través de un paisaje solitario de valles sombríos y colinas áridas. El hijo no tiene idea hacia dónde está yendo ni por qué. El hombre, en intenso contraste, es un torbellino de emoción. Sabe exactamente hacia dónde y por qué está yendo, pero no puede encontrarle sentido.
El nombre del hombre es Abraham. Está dedicado a Dios, que le dio un hijo y que ahora le está pidiendo que sacrifique a este hijo. Por un lado, el hombre está lleno de temor: ¿realmente voy a perder la única cosa que le da sentido a mi vida, el hijo por el que he rezado tantos años? Por el otro, parte de él dice: este niño era imposible – yo era anciano y mi esposa también – y sin embargo está aquí. Entonces, a pesar de que parece imposible, sé que Dios no me lo quitará. Ese no es Dios que conozco y que amo. Él nunca me habría dicho que llame a este niño Itzjak, que significa “él reirá” si Él pretendía hacernos, al niño y a mí, llorar.
El padre se encuentra en un estado de disonancia cognitiva absoluta, y sin embargo – aunque no podamos comprenderlo – confía en Dios y no delata ningún signo de emoción a su hijo. Vaieljú shenehem yajdav. Y los dos caminaron juntos.
Hay tan solo un momento de diálogo entre ellos:
Itzjak habló y dijo a su padre Abraham: “¿Padre?”
“Si, hijo mío” replicó Abraham.
“El fuego y la leña están aquí,” dijo Itzjak, “pero ¿dónde está la oveja para la ofrenda quemada?”
Abraham respondió “Dios Mismo proveerá la oveja para la ofrenda quemada, hijo mío.”
Gén. 22:7-8
Cuántos mundos de pensamientos no dichos y emociones no expresadas yacen tras estas simples palabras. A pesar de ello, como para enfatizar la confianza entre padre e hijo, y entre ambos y Dios, el texto repite: Vaieljú shenehem yajdav. Los dos caminaron juntos.
Mientras leo esas palabras, me encuentro viajando en el tiempo, y en mi mente me veo junto a mi padre caminando a casa, volviendo del shul en Shabat. Tenía cuatro o cinco años en ese tiempo, y pienso que entonces entendí, aunque no pudiera expresarlo con palabras, que había algo sagrado en ese momento. Durante la semana veía la preocupación en la cara de mi padre cuando intentaba ganarse el sustento en momentos difíciles. Pero en Shabat todas esas preocupaciones estaban en otro lugar. Vaieljú shenehem yajdav. Caminábamos juntos en la paz y la belleza del día sagrado. Mi padre ya no era un empresario con dificultades. En esos días era un judío respirando el aire de Dios, disfrutando las bendiciones de Dios, y caminaba con la frente en alto.
Antes de cada Shabat mi madre preparaba la comida que le daba a la casa ese aroma especial a Shabat: la sopa, el kuguel, el lokshen. Cuando encendía las velas, podría haber sido la novia, la reina, acerca de la cantábamos en Lejá Dodi y Eshet Jail. Sentía, aún entonces, que este era un momento sagrado en el que estabamos en presencia de algo más grande que nosotros mismos, que acercaba a otros judíos en otras tierras y otros tiempos, algo que más tarde aprendí que llamamos Shejiná, Presencia Divina.
Caminamos juntos, mis padres, mis hermanos y yo. Las dos generaciones eran tan diferentes. Mi padre venía de Polonia. Mis hermanos y yo éramos “buenos ingleses.” Sabíamos que llegaríamos lejos, aprenderíamos cosas y seguiríamos carreras que ellos no podían. Pero caminábamos juntos, dos generaciones, sin tener que decir que nos amábamos. No éramos una familia demostrativa pero sabíamos de los sacrificios que nuestros padres hicieron por nosotros y el orgullo que esperábamos generar en ellos. Pertenecemos a tiempos diferentes, mundos diferentes, teníamos aspiraciones diferentes, pero caminábamos juntos.
A continuación mi imaginación se adelantó rápidamente a Agosto de este año (2011), a aquellas escenas en Bretaña que no puedo olvidar – en Tottenham, Manchester, Bristol – de jóvenes desenfrenados en las calles, saqueando comercios, destruyendo vidrieras, incendiando autos, robando, asaltando, atacando a otras personas. Todos se preguntaron por qué. No había motivos políticos. No era un choque racial. No había razones religiosas.
Por supuesto, la respuesta era clara como el día pero nadie se atrevía a articularla. En el espacio de no más de dos generaciones, una gran parte de Bretaña ha abandonado silenciosamente a la familia, decidido que el matrimonio es sólo una hoja de papel. Bretaña se convirtió en el país con mayor cantidad de madres adolescentes, la tasa más alta de familias monoparentales, y el porcentaje más alto – 46% en 2009 – de nacimientos fuera del matrimonio en el mundo.
El matrimonio y la cohabitación no son lo mismo, a pesar de que es políticamente incorrecto decirlo. La longitud promedio de cohabitación es de dos años. El resultado es que muchos niños crecen sin sus padres biológicos, en muchos casos sin siquiera saber quién es su padre. Viven, con suerte, con una sucesión de padrastros. Es un hecho poco conocido, pero atemorizante, que la tasa de violencia entre padrastros e hijastros es 80 veces la de padres con sus hijos biológicos.
Como resultado, en 2007 un reporte de UNICEF mostró que los niños británicos son los más infelices en el mundo desarrollado – últimos en una liga de 26 países. El 13 de septiembre de 2011, otro reporte de UNICEF, comparó desfavorablemente a los padres británicos con sus contrapartes de Suecia y España. Mostró que en Bretaña los padres tratan de comprar el amor de sus hijos dándoles ropas costosas y dispositivos electrónicos – “consumismo compulsivo.” Fallan en darle a sus hijos lo que más quieren, y que no cuesta nada: su tiempo.
En ningún otro lado vemos la diferencia entre los valores judíos y seculares más que aquí. Vivimos en un mundo secular que ha acumulado más conocimiento que todas las generaciones previas juntas, desde el vasto cosmos hasta la estructura del ADN, desde la teoría de supercuerdas hasta los caminos neurales en el cerebro, y sin embargo ha olvidado la simple verdad de que una civilización es tan fuerte como el amor y el respeto entre padre e hijo – Vaieljú shenehem yajdav, la habilidad de las generaciones de caminar una junto a la otra.
Los judíos son personas formidablemente intelectuales. Tenemos nuestros físicos, químicos, médicos científicos y teóricos de juegos que ganaron premios Nobel. Y sin embargo mientras haya una conexión viva entre los judíos y su herencia, nunca olvidaremos que no hay nada más importante que el hogar, el vínculo sagrado del matrimonio, y el vínculo igualmente sagrado entre padre e hijo. Vaieljú shenehem yajdav.
Y si nos preguntamos por qué es que los judíos tienen éxito tan a menudo, y al tener éxito, muchas veces dan de su tiempo y su dinero a otros, y muy a menudo tienen un impacto muy por encima de su tamaño: no es magia, ni un misterio, ni un milagro. Es simplemente que dedicamos nuestras más preciosas energías a criar a nuestros hijos. En ningún otro momento más que en Shabat cuando no podemos comprarles a nuestros hijos ropas caras o dispositivos electrónicos, cuando sólo podemos darles lo que ellos más quieren y necesitan de nosotros – nuestro tiempo.
Los judíos sabían, y saben, y siempre sabrán que lo que las élites intelectuales de hoy en día niegan, es decir que una civilización es tan fuerte como el vínculo entre sus generaciones. Esa es la imagen duradera de la parashá de esta semana: el primer padre judío, Abraham, y el pimero hijo judío, Itzjak, caminando juntos hacia un futuro desconocido, sus miedos tranquilizados por su fe. Si perdemos la familia, eventualmente perderemos todo lo demás. Santifica la familia y tendremos algo más precioso que la riqueza o el poder o el éxito: el amor entre las generaciones es el regalo más grande que Dios nos da cuando nos lo damos los unos a los otros.
¿Qué significa “caminar juntos” para tí, y por qué crees que es importante en las familias?
¿Puedes pensar acerca de otras relaciones de padre e hijo que reflejan un valor similar a la de Abraham e Itzjak?
El Rabino Sacks cree que una civilización depende de familias fuertes. ¿Puedes presentar este argumento?
Caminando juntos
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Hay una imagen que nos atormenta desde hace milenios, cargada de emociones. Es la imagen de un hombre y su hijo, caminando lado a lado a través de un paisaje solitario de valles sombríos y colinas áridas. El hijo no tiene idea hacia dónde está yendo ni por qué. El hombre, en intenso contraste, es un torbellino de emoción. Sabe exactamente hacia dónde y por qué está yendo, pero no puede encontrarle sentido.
El nombre del hombre es Abraham. Está dedicado a Dios, que le dio un hijo y que ahora le está pidiendo que sacrifique a este hijo. Por un lado, el hombre está lleno de temor: ¿realmente voy a perder la única cosa que le da sentido a mi vida, el hijo por el que he rezado tantos años? Por el otro, parte de él dice: este niño era imposible – yo era anciano y mi esposa también – y sin embargo está aquí. Entonces, a pesar de que parece imposible, sé que Dios no me lo quitará. Ese no es Dios que conozco y que amo. Él nunca me habría dicho que llame a este niño Itzjak, que significa “él reirá” si Él pretendía hacernos, al niño y a mí, llorar.
El padre se encuentra en un estado de disonancia cognitiva absoluta, y sin embargo – aunque no podamos comprenderlo – confía en Dios y no delata ningún signo de emoción a su hijo. Vaieljú shenehem yajdav. Y los dos caminaron juntos.
Cuántos mundos de pensamientos no dichos y emociones no expresadas yacen tras estas simples palabras. A pesar de ello, como para enfatizar la confianza entre padre e hijo, y entre ambos y Dios, el texto repite: Vaieljú shenehem yajdav. Los dos caminaron juntos.
Mientras leo esas palabras, me encuentro viajando en el tiempo, y en mi mente me veo junto a mi padre caminando a casa, volviendo del shul en Shabat. Tenía cuatro o cinco años en ese tiempo, y pienso que entonces entendí, aunque no pudiera expresarlo con palabras, que había algo sagrado en ese momento. Durante la semana veía la preocupación en la cara de mi padre cuando intentaba ganarse el sustento en momentos difíciles. Pero en Shabat todas esas preocupaciones estaban en otro lugar. Vaieljú shenehem yajdav. Caminábamos juntos en la paz y la belleza del día sagrado. Mi padre ya no era un empresario con dificultades. En esos días era un judío respirando el aire de Dios, disfrutando las bendiciones de Dios, y caminaba con la frente en alto.
Antes de cada Shabat mi madre preparaba la comida que le daba a la casa ese aroma especial a Shabat: la sopa, el kuguel, el lokshen. Cuando encendía las velas, podría haber sido la novia, la reina, acerca de la cantábamos en Lejá Dodi y Eshet Jail. Sentía, aún entonces, que este era un momento sagrado en el que estabamos en presencia de algo más grande que nosotros mismos, que acercaba a otros judíos en otras tierras y otros tiempos, algo que más tarde aprendí que llamamos Shejiná, Presencia Divina.
Caminamos juntos, mis padres, mis hermanos y yo. Las dos generaciones eran tan diferentes. Mi padre venía de Polonia. Mis hermanos y yo éramos “buenos ingleses.” Sabíamos que llegaríamos lejos, aprenderíamos cosas y seguiríamos carreras que ellos no podían. Pero caminábamos juntos, dos generaciones, sin tener que decir que nos amábamos. No éramos una familia demostrativa pero sabíamos de los sacrificios que nuestros padres hicieron por nosotros y el orgullo que esperábamos generar en ellos. Pertenecemos a tiempos diferentes, mundos diferentes, teníamos aspiraciones diferentes, pero caminábamos juntos.
A continuación mi imaginación se adelantó rápidamente a Agosto de este año (2011), a aquellas escenas en Bretaña que no puedo olvidar – en Tottenham, Manchester, Bristol – de jóvenes desenfrenados en las calles, saqueando comercios, destruyendo vidrieras, incendiando autos, robando, asaltando, atacando a otras personas. Todos se preguntaron por qué. No había motivos políticos. No era un choque racial. No había razones religiosas.
Por supuesto, la respuesta era clara como el día pero nadie se atrevía a articularla. En el espacio de no más de dos generaciones, una gran parte de Bretaña ha abandonado silenciosamente a la familia, decidido que el matrimonio es sólo una hoja de papel. Bretaña se convirtió en el país con mayor cantidad de madres adolescentes, la tasa más alta de familias monoparentales, y el porcentaje más alto – 46% en 2009 – de nacimientos fuera del matrimonio en el mundo.
El matrimonio y la cohabitación no son lo mismo, a pesar de que es políticamente incorrecto decirlo. La longitud promedio de cohabitación es de dos años. El resultado es que muchos niños crecen sin sus padres biológicos, en muchos casos sin siquiera saber quién es su padre. Viven, con suerte, con una sucesión de padrastros. Es un hecho poco conocido, pero atemorizante, que la tasa de violencia entre padrastros e hijastros es 80 veces la de padres con sus hijos biológicos.
Como resultado, en 2007 un reporte de UNICEF mostró que los niños británicos son los más infelices en el mundo desarrollado – últimos en una liga de 26 países. El 13 de septiembre de 2011, otro reporte de UNICEF, comparó desfavorablemente a los padres británicos con sus contrapartes de Suecia y España. Mostró que en Bretaña los padres tratan de comprar el amor de sus hijos dándoles ropas costosas y dispositivos electrónicos – “consumismo compulsivo.” Fallan en darle a sus hijos lo que más quieren, y que no cuesta nada: su tiempo.
En ningún otro lado vemos la diferencia entre los valores judíos y seculares más que aquí. Vivimos en un mundo secular que ha acumulado más conocimiento que todas las generaciones previas juntas, desde el vasto cosmos hasta la estructura del ADN, desde la teoría de supercuerdas hasta los caminos neurales en el cerebro, y sin embargo ha olvidado la simple verdad de que una civilización es tan fuerte como el amor y el respeto entre padre e hijo – Vaieljú shenehem yajdav, la habilidad de las generaciones de caminar una junto a la otra.
Los judíos son personas formidablemente intelectuales. Tenemos nuestros físicos, químicos, médicos científicos y teóricos de juegos que ganaron premios Nobel. Y sin embargo mientras haya una conexión viva entre los judíos y su herencia, nunca olvidaremos que no hay nada más importante que el hogar, el vínculo sagrado del matrimonio, y el vínculo igualmente sagrado entre padre e hijo. Vaieljú shenehem yajdav.
Y si nos preguntamos por qué es que los judíos tienen éxito tan a menudo, y al tener éxito, muchas veces dan de su tiempo y su dinero a otros, y muy a menudo tienen un impacto muy por encima de su tamaño: no es magia, ni un misterio, ni un milagro. Es simplemente que dedicamos nuestras más preciosas energías a criar a nuestros hijos. En ningún otro momento más que en Shabat cuando no podemos comprarles a nuestros hijos ropas caras o dispositivos electrónicos, cuando sólo podemos darles lo que ellos más quieren y necesitan de nosotros – nuestro tiempo.
Los judíos sabían, y saben, y siempre sabrán que lo que las élites intelectuales de hoy en día niegan, es decir que una civilización es tan fuerte como el vínculo entre sus generaciones. Esa es la imagen duradera de la parashá de esta semana: el primer padre judío, Abraham, y el pimero hijo judío, Itzjak, caminando juntos hacia un futuro desconocido, sus miedos tranquilizados por su fe. Si perdemos la familia, eventualmente perderemos todo lo demás. Santifica la familia y tendremos algo más precioso que la riqueza o el poder o el éxito: el amor entre las generaciones es el regalo más grande que Dios nos da cuando nos lo damos los unos a los otros.
El poder del ejemplo
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La Ligadura de Itzjak: una nueva interpretación