El judaísmo es, ante todo, una religión de libertad; no una libertad en el sentido moderno de la capacidad para hacer lo que deseamos, sino una libertad ética, entendida como la capacidad para actuar conforme a lo que debemos hacer, para convertirnos en coarquitectos junto a Dios de un orden social justo y compasivo. Mientras que la primera noción de libertad nos lleva hacia una cultura de derechos, la segunda nos orienta hacia una cultura de responsabilidades. Así, el judaísmo se erige como una fe fundada en la responsabilidad.
La semana pasada, analicé cómo la responsabilidad, así como su evasión y renuncia, constituyen el tema central de los cuatro relatos dramáticos del Génesis previos a la aparición de Abraham. Adán niega la responsabilidad personal; Caín, la responsabilidad moral; Noé no supera la prueba de la responsabilidad colectiva, y la Torre de Babel representa una negación de la responsabilidad ontológica: la idea de que el imperativo ético surge de una fuente más allá del individuo.
Este concepto no es trivial. Desde que existe evidencia documental, los seres humanos han tendido a atribuir sus desgracias a factores ajenos a la voluntad humana y al “yo responsable”. Esta tendencia persiste incluso en la actualidad. En épocas antiguas, se culpaba a los astros, a los destinos, a las deidades o a las furias; hoy en día, se señala a los padres, al entorno, a la genética, al sistema educativo, a los medios de comunicación, a los políticos y, en última instancia, a los judíos.
Un chiste judío ilustra esta situación mejor que cualquier tratado filosófico. Durante un año entero, el rabino Cohen se ha esforzado en enseñar a su desafiante clase el libro de Josué, pero sus alumnos no parecen prestar atención. Al final del curso, decide hacer un examen lo más sencillo posible. Dirigiéndose a Marvin, que está al fondo del aula, le pregunta: “¿Quién destruyó los muros de Jericó?”. Marvin responde: “Por favor, señor, yo no fui”. Escandalizado, el rabino se lo cuenta a los padres de Marvin. En lugar de disculparse, estos responden indignados: “Si Marvin dice que no fue él, entonces no fue él”. Desesperado, el rabino se dirige al presidente de la congregación y le cuenta la situación. El presidente escucha atentamente, abre un cajón, saca su chequera, escribe un cheque y, entregándoselo al rabino, le dice: “Aquí tienes mil dólares. Haz que reparen los muros y deja de preocuparte”.
Vivimos en una época marcada por la actitud de “Por favor, señor, no fui yo”. En un famoso caso judicial estadounidense, el abogado defensor de dos jóvenes que asesinaron a sus padres argumentó su inocencia bajo el alegato de que habían sufrido abuso psicológico por parte de ellos. En otro caso, el abogado afirmó que su cliente no era responsable de su violencia, pues lo que había comido lo hacía excitable. Este argumento pasó a conocerse como la “defensa de la comida chatarra”. Lo que comenzó como un argumento casi irónico se ha convertido en un fenómeno cultural: la cultura de la victimización.
En la actualidad, para ganar simpatía hacia una causa, es casi imprescindible presentarse como una víctima. Esto conlleva grandes ventajas: genera empatía en los demás, atrae apoyo y reduce el riesgo de ser criticado. Sin embargo, esta posición presenta tres desventajas significativas: es falsa, es corruptora y constituye una negación de la humanidad. La víctima se convierte en un objeto, no en un sujeto; alguien que recibe acciones, no quien las realiza. Al asumir este rol, niega sistemáticamente su propia responsabilidad, y aquellos que desean ayudarle no hacen más que prolongar esta negación. En la terminología de la terapia para la adicción, se convierten en co-dependientes. Al atribuir las causas de la situación de una persona a factores externos, la cultura de la victimización perpetúa la condición de victimario; en lugar de ayudar a quien se encuentra “prisionero” a liberarse, lo encierra aún más y tira la llave.
El llamado de Dios a Abraham — “Deja tu tierra, tu lugar de nacimiento y la casa de tu padre” — fue una invitación a trazar un nuevo y diferente camino, el más fatídico y al mismo tiempo el más esperanzador en la historia de la humanidad. La mejor descripción de ello la ofrece el título de la autobiografía de Nelson Mandela: El largo camino hacia la libertad.
Tres de las negaciones de la libertad más célebres fueron realizadas por individuos de origen judío que rechazaron el judaísmo. La primera provino de Spinoza, quien argumentó que todo comportamiento humano puede explicarse mediante leyes causales; hoy en día, a esta postura se le conoce como determinismo genético. La segunda fue planteada por Karl Marx, quien afirmó que la historia está determinada por factores materiales, específicamente económicos. La tercera fue la teoría de Sigmund Freud, quien sostuvo que las acciones humanas son producto de impulsos inconscientes e irracionales, los principales de los cuales se relacionan con los primeros años de la infancia, especialmente el complejo de Edipo: el conflicto entre padres e hijos.
Sin darse cuenta, cada uno de ellos aportó el mejor comentario al versículo inicial de la parashá de hoy. Marx sostenía que el comportamiento humano está determinado por factores económicos, como la propiedad de la tierra. Por eso, Dios le dijo a Abraham: "Deja tu tierra". Spinoza sostenía que las conductas están condicionadas por los instintos con los que nacemos. Por eso, Dios le dijo a Abraham: “Deja tu lugar de nacimiento”. Freud sostenía que estamos profundamente influidos por la relación con nuestro padre. Por eso, Dios le dijo a Abraham: “Deja la casa de tu padre”.
La libertad no es un hecho de la condición humana. Al igual que otras creaciones distintivas del espíritu —como el arte, la literatura, la música y la poesía—, requiere formación, disciplina, aprendizaje, las rutinas más exigentes y la atención más minuciosa a los detalles. Nadie ha compuesto una gran novela o sinfonía sin años de preparación. Por esta razón, la mayoría de las teorías sobre el comportamiento humano son erróneas en su simplicidad; sostienen que somos libres o no, que tenemos elección o que nuestras acciones están determinadas causalmente. Sin embargo, la libertad no es un absoluto ni una dicotomía; es un proceso. Comienza con la dependencia y, solo lenta y gradualmente, se transforma en libertad: la capacidad de distanciarse de las presiones e influencias que nos rodean y de actuar guiado por la conciencia formada, el juicio maduro, la sabiduría y una alfabetización moral. Es, en pocas palabras, un viaje: el viaje de Abraham.
Este es el significado profundo de las palabras Lech Lechá. Habitualmente se traducen como “Ir, partir, viajar”. Sin embargo, su verdadero sentido es: emprende un viaje [lech] hacia ti mismo [lechá]. Abandona todas las influencias externas que nos convierten en víctimas de circunstancias que escapan a nuestro control y viaja hacia el interior, hacia el propio ser. Es allí —y solo allí— donde la libertad nace, se practica y se sostiene.
El largo camino hacia la libertad
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El judaísmo es, ante todo, una religión de libertad; no una libertad en el sentido moderno de la capacidad para hacer lo que deseamos, sino una libertad ética, entendida como la capacidad para actuar conforme a lo que debemos hacer, para convertirnos en coarquitectos junto a Dios de un orden social justo y compasivo. Mientras que la primera noción de libertad nos lleva hacia una cultura de derechos, la segunda nos orienta hacia una cultura de responsabilidades. Así, el judaísmo se erige como una fe fundada en la responsabilidad.
La semana pasada, analicé cómo la responsabilidad, así como su evasión y renuncia, constituyen el tema central de los cuatro relatos dramáticos del Génesis previos a la aparición de Abraham. Adán niega la responsabilidad personal; Caín, la responsabilidad moral; Noé no supera la prueba de la responsabilidad colectiva, y la Torre de Babel representa una negación de la responsabilidad ontológica: la idea de que el imperativo ético surge de una fuente más allá del individuo.
Este concepto no es trivial. Desde que existe evidencia documental, los seres humanos han tendido a atribuir sus desgracias a factores ajenos a la voluntad humana y al “yo responsable”. Esta tendencia persiste incluso en la actualidad. En épocas antiguas, se culpaba a los astros, a los destinos, a las deidades o a las furias; hoy en día, se señala a los padres, al entorno, a la genética, al sistema educativo, a los medios de comunicación, a los políticos y, en última instancia, a los judíos.
Un chiste judío ilustra esta situación mejor que cualquier tratado filosófico. Durante un año entero, el rabino Cohen se ha esforzado en enseñar a su desafiante clase el libro de Josué, pero sus alumnos no parecen prestar atención. Al final del curso, decide hacer un examen lo más sencillo posible. Dirigiéndose a Marvin, que está al fondo del aula, le pregunta: “¿Quién destruyó los muros de Jericó?”. Marvin responde: “Por favor, señor, yo no fui”. Escandalizado, el rabino se lo cuenta a los padres de Marvin. En lugar de disculparse, estos responden indignados: “Si Marvin dice que no fue él, entonces no fue él”. Desesperado, el rabino se dirige al presidente de la congregación y le cuenta la situación. El presidente escucha atentamente, abre un cajón, saca su chequera, escribe un cheque y, entregándoselo al rabino, le dice: “Aquí tienes mil dólares. Haz que reparen los muros y deja de preocuparte”.
Vivimos en una época marcada por la actitud de “Por favor, señor, no fui yo”. En un famoso caso judicial estadounidense, el abogado defensor de dos jóvenes que asesinaron a sus padres argumentó su inocencia bajo el alegato de que habían sufrido abuso psicológico por parte de ellos. En otro caso, el abogado afirmó que su cliente no era responsable de su violencia, pues lo que había comido lo hacía excitable. Este argumento pasó a conocerse como la “defensa de la comida chatarra”. Lo que comenzó como un argumento casi irónico se ha convertido en un fenómeno cultural: la cultura de la victimización.
En la actualidad, para ganar simpatía hacia una causa, es casi imprescindible presentarse como una víctima. Esto conlleva grandes ventajas: genera empatía en los demás, atrae apoyo y reduce el riesgo de ser criticado. Sin embargo, esta posición presenta tres desventajas significativas: es falsa, es corruptora y constituye una negación de la humanidad. La víctima se convierte en un objeto, no en un sujeto; alguien que recibe acciones, no quien las realiza. Al asumir este rol, niega sistemáticamente su propia responsabilidad, y aquellos que desean ayudarle no hacen más que prolongar esta negación. En la terminología de la terapia para la adicción, se convierten en co-dependientes. Al atribuir las causas de la situación de una persona a factores externos, la cultura de la victimización perpetúa la condición de victimario; en lugar de ayudar a quien se encuentra “prisionero” a liberarse, lo encierra aún más y tira la llave.
El llamado de Dios a Abraham — “Deja tu tierra, tu lugar de nacimiento y la casa de tu padre” — fue una invitación a trazar un nuevo y diferente camino, el más fatídico y al mismo tiempo el más esperanzador en la historia de la humanidad. La mejor descripción de ello la ofrece el título de la autobiografía de Nelson Mandela: El largo camino hacia la libertad.
Tres de las negaciones de la libertad más célebres fueron realizadas por individuos de origen judío que rechazaron el judaísmo. La primera provino de Spinoza, quien argumentó que todo comportamiento humano puede explicarse mediante leyes causales; hoy en día, a esta postura se le conoce como determinismo genético. La segunda fue planteada por Karl Marx, quien afirmó que la historia está determinada por factores materiales, específicamente económicos. La tercera fue la teoría de Sigmund Freud, quien sostuvo que las acciones humanas son producto de impulsos inconscientes e irracionales, los principales de los cuales se relacionan con los primeros años de la infancia, especialmente el complejo de Edipo: el conflicto entre padres e hijos.
Sin darse cuenta, cada uno de ellos aportó el mejor comentario al versículo inicial de la parashá de hoy. Marx sostenía que el comportamiento humano está determinado por factores económicos, como la propiedad de la tierra. Por eso, Dios le dijo a Abraham: "Deja tu tierra". Spinoza sostenía que las conductas están condicionadas por los instintos con los que nacemos. Por eso, Dios le dijo a Abraham: “Deja tu lugar de nacimiento”. Freud sostenía que estamos profundamente influidos por la relación con nuestro padre. Por eso, Dios le dijo a Abraham: “Deja la casa de tu padre”.
La libertad no es un hecho de la condición humana. Al igual que otras creaciones distintivas del espíritu —como el arte, la literatura, la música y la poesía—, requiere formación, disciplina, aprendizaje, las rutinas más exigentes y la atención más minuciosa a los detalles. Nadie ha compuesto una gran novela o sinfonía sin años de preparación. Por esta razón, la mayoría de las teorías sobre el comportamiento humano son erróneas en su simplicidad; sostienen que somos libres o no, que tenemos elección o que nuestras acciones están determinadas causalmente. Sin embargo, la libertad no es un absoluto ni una dicotomía; es un proceso. Comienza con la dependencia y, solo lenta y gradualmente, se transforma en libertad: la capacidad de distanciarse de las presiones e influencias que nos rodean y de actuar guiado por la conciencia formada, el juicio maduro, la sabiduría y una alfabetización moral. Es, en pocas palabras, un viaje: el viaje de Abraham.
Este es el significado profundo de las palabras Lech Lechá. Habitualmente se traducen como “Ir, partir, viajar”. Sin embargo, su verdadero sentido es: emprende un viaje [lech] hacia ti mismo [lechá]. Abandona todas las influencias externas que nos convierten en víctimas de circunstancias que escapan a nuestro control y viaja hacia el interior, hacia el propio ser. Es allí —y solo allí— donde la libertad nace, se practica y se sostiene.
Maurice was a visionary philanthropist. Vivienne was a woman of the deepest humility.
Together, they were a unique partnership of dedication and grace, for whom living was giving.
A la Tercera y Cuarta Generación
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